La historia de la Iglesia a finales del siglo XIX y
principios del XX nos ha dejado una amarga lección que no debemos olvidar para
no repetir el error que la provocó. Me refiero al retraso, más aún al rechazo,
de tomar nota de los cambios que se estaban producido en la sociedad, y de la
crisis del Modernismo que fue su consecuencia.
Cualquiera que haya estudiado ese período, aunque haya sido
superficialmente, sabe el daño que sobrevino, tanto para la Iglesia como para
los llamados “modernistas”. La falta de diálogo, por un lado, empujó a algunos
de los modernistas más conocidos a posiciones cada vez más extremas y,
finalmente, heréticas; por otro, privó a la Iglesia de una enorme energía,
provocando en ella laceraciones y sufrimientos sin fin, haciéndola que la
hicieron retraerse, cada vez más, en sí misma, perdiendo de este modo el ritmo
de los tiempos.
El Concilio Vaticano II fue la iniciativa profética para
recuperar el tiempo perdido. Ha producido una renovación que no es el caso de
volver a ilustrar aquí. Más que su contenido, nos interesa en este momento el
método que inauguró, que consiste en es caminar por a través de la historia,
junto a la humanidad, tratando de discernir los signos de los tiempos.
La historia y la vida de la Iglesia no se detuvo, sin
embargo, con el Concilio Vaticano II. Gracias al Concilio Vaticano II la
historia y la vida de la Iglesia no se detuvieron. ¡Ay de hacer de ella lo que
se intentó hacer con el Concilio de Trento, No caigamos en el error de hacer lo
que se intentó con el concilio de Trento, es decir, una meta inamovible! Si la
vida de la Iglesia se detuviera, sucedería como un río que llega a una barrera:
inevitablemente se convierte en un lodazal o en un pantano.
“No penséis –escribía Orígenes en el siglo III– que basta
con renovarse una sola vez; necesitamos renovar la misma novedad: ‘Ipsa novitas
innovanda est’”. Antes que él, el nuevo Doctor de la Iglesia San Ireneo había
escrito: La verdad revelada es “como un licor precioso contenido en un vaso
valioso. Por obra del Espíritu Santo, rejuvenece continuamente y también hace
rejuvenecer la vasija que la contiene”. El “vaso” que contiene la verdad
revelada es la tradición viva de la Iglesia. El “licor precioso” es en primer
lugar Escritura, pero Escritura leída en la Iglesia, que es entonces la
definición más correcta de Tradición. El Espíritu es, por su naturaleza,
novedad. El Apóstol exhorta a los bautizados a servir a Dios “en la novedad del
Espíritu y no en la caducidad de la letra” (Rm 7, 6).
La sociedad no sólo no se detuvo en la época del Concilio
Vaticano II, sino que conoció una aceleración vertiginosa. Los cambios que
solían producirse en un siglo o dos ahora lo hacen en una década. Esta
necesidad de renovación continua no es otra cosa que la necesidad de conversión
continua, extendida desde el creyente individual a toda la Iglesia en su
componente humano e histórico: la “Ecclesia semper reformanda”. El verdadero
problema, por tanto, no reside en la novedad; es más bien en la forma de tratar
con ella. Me explico. Toda novedad y todo cambio se encuentra en una
encrucijada; puede tomar dos caminos opuestos: o el del mundo, o el de Dios: o
el camino de la muerte o el camino de la vida. La Didaché, escrita cuando todavía
vivía al menos uno de los doce apóstoles, ya ilustraba estos dos caminos a los
creyentes.
Nosotros tenemos un medio infalible para emprender siempre
de nuevo el camino de la vida y de la luz: el Espíritu Santo. Es la certeza que
Jesús dio a los apóstoles antes de dejarlos: “Le pediré al Padre y os dará otro
Paráclito para que permanezca con vosotros para siempre (Jn 14,16). Y en otro
lugar: “El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena ” (Jn 16,13).
No lo hará todo de golpe, ni de una vez por todas, sino a medida que vayan
surgiendo las diversas situaciones. Antes de dejarlos definitivamente, en el
momento de la Ascensión, el Resucitado asegura a sus discípulos la asistencia
del Paráclito: “Recibiréis -dice- la fuerza del Espíritu Santo que descenderá
sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y
hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).
La intención de los cinco sermones de Cuaresma que
comenzamos hoy, muy sencillamente, es precisamente ésta: animarnos a poner al
Espíritu Santo en el centro de toda la vida de la Iglesia y, en particular, en
este momento, en el centro de las decisiones sinodales. En otras palabras,
retomar la apremiante invitación que el Resucitado dirige, en el Apocalipsis, a
cada una de las siete Iglesias de Asia Menor: “El que tenga oídos, escuche lo
que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7).
Es la única manera, entre otras cosas, que tengo para no
permanecer completamente ajeno al compromiso en curso con el sínodo. En uno de
mis primeros sermones a la Casa Pontificia, hace 43 años, dije en presencia de
San Juan Pablo II: “Toda mi vida continué haciendo el humilde trabajo que hacía
de niño”. Y le expliqué cómo. Mis abuelos maternos cultivaban una vasta tierra
montañosa como aparceros. En junio o julio era la siega, todo a mano, con la
hoz, encorvados bajo el sol. Era un trabajo muy agotador. Mis primitos y yo
éramos los encargados de llevar constantemente agua a los segadores para beber.
Eso es –dije en aquella ocasión – lo que he estado haciendo el resto de mi
vida. Han cambiado los segadores, que ahora son los obreros de la viña del
Señor, y ha cambiado el agua, que ahora es la Palabra de Dios. Un trabajo, el
mío, mucho menos fatigoso, siendo sicero, que el de los obreros de la viña; pero
también, espero, útil y de algún modo necesario.
* * *
En este primer sermón me limito a recoger la lección que nos
llega de la Iglesia naciente. En otras palabras, quisiera mostrar cómo el
Espíritu Santo guió a los apóstoles y a la comunidad cristiana a dar sus
primeros pasos en la historia. Cuando las palabras de Jesús antes citadas sobre
la asistencia del Paráclito fueron escritas por Juan, la Iglesia ya había
tenido experiencia práctica de ella, y es precisamente esta experiencia, nos
dicen los exegetas, la que se refleja en las palabras del evangelista.
Los Hechos de los Apóstoles nos muestran una Iglesia que es,
paso a paso, “guiada por el Espíritu”. Su guía se ejerce no sólo en las grandes
decisiones, sino también en las cosas menores. Pablo y Timoteo quieren predicar
el evangelio en la provincia de Asia, pero “el Espíritu Santo se lo prohíbe”;
están a punto de dirigirse hacia Bitinia, pero, está escrito, “el Espíritu de
Jesús no se lo permite” (Hch 16, 6s). De lo que sigue se comprende el motivo de
esta guía tan apremiante: el Espíritu Santo exhortó así a la Iglesia naciente a
salir de Asia y enfrentarse a un nuevo continente, Europa (cf. Hch 16, 9).
Pablo llega a definirse, en sus elecciones, como “prisionero del Espíritu” (Hch
20, 22).
No es un camino recto y suave, el de la Iglesia naciente. La
primera gran crisis es la relativa a la admisión de gentiles en la Iglesia. No
hay necesidad de recordar su desarrollo. Sólo nos interesa recordar cómo se
resuelve la crisis. ¿Pedro va a Cornelio y los paganos? Es el Espíritu quien le
manda (cf. Hch 10,19; 11,12). ¿Y cómo es motivada y comunicada la decisión
tomada por los apóstoles en Jerusalén de acoger a los paganos en la comunidad,
sin obligarlos a ser circuncidados y a cumplir con toda la legislación mosaica?
Se resuelve con esas extraordinarias palabras iniciales: “Pareció bien al
Espíritu Santo y a nosotros…” (15,28).
No se trata de hacer arqueología de la Iglesia, sino de
sacar a la luz, siempre de nuevo, el paradigma de toda elección eclesial. De
hecho, no cuesta mucho ver la analogía entre la apertura que entonces se tomaba
hacia los gentiles, con la que se impone hoy hacia los laicos, especialmente a
las mujeres, y a otras categorías de personas. Por lo tanto, vale la pena
recordar la motivación que impulsó a Pedro a superar sus perplejidades y
bautizar a Cornelio y su familia. Leemos en los Hechos:
Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo
cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra. Y los fieles circuncisos que
habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo
había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en
lenguas y glorificar a Dios. Entonces Pedro dijo: «¿Acaso puede alguno negar el
agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?»
(Hch 10, 44-47)
Llamado a justificar su conducta en Jerusalén, Pedro relata
lo sucedido en casa de Cornelio y concluye diciendo:
Me acordé entonces de aquellas palabras que dijo el Señor:
“Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo”.
Por tanto, si Dios les ha concedido el mismo don que a nosotros, por haber
creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo para poner obstáculos a Dios? (Hch
11, 16-17)
Si miramos con detenimiento, es la misma motivación que
impulsó a los Padres del Concilio Vaticano II a redefinir el papel de los
laicos en la Iglesia, es decir, la doctrina de los carismas. Conocemos bien el
texto, pero siempre es útil recordarlo:
Además, el mismo Espíritu Santo no sólo santifica y dirige
el Pueblo de Dios mediante los sacramentos y los misterios y le adorna con
virtudes, sino que también distribuye gracias especiales entre los fieles de
cualquier condición, distribuyendo a cada uno según quiere (1 Co 12,11) sus
dones, con los que les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y
deberes que sean útiles para la renovación y la mayor edificación de la
Iglesia, según aquellas palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación
del Espíritu para común utilidad» (1 Co 12,7). Estos carismas, tanto los
extraordinarios como los más comunes y difundidos, deben ser recibidos con
gratitud y consuelo, porque son muy adecuados y útiles a las necesidades de la
Iglesia (LG 12).
Estamos ante el redescubrimiento de la naturaleza no sólo jerárquica
sino también carismática de la Iglesia. San Juan Pablo II, en la “Novo
millennio ineunte” (n. 45) lo hará aún más explícito al definir a la Iglesia
como jerarquía y como koinonía. En una primera lectura, la reciente
constitución sobre la reforma de la Curia “Praedicate Evangelium” (aparte de
todos los aspectos jurídicos y técnicos que desconozco por completo) me dio la
impresión de estar dando un paso adelante en esta misma dirección: es decir, en
aplicar el principio sancionado por el Concilio a un sector particular de la
Iglesia que es su gobierno y a una mayor implicación en él de los laicos y las
mujeres.
Pero ahora tenemos que dar todavía un paso más. El ejemplo
de la Iglesia apostólica nos ilumina no sólo sobre los principios inspiradores,
es decir, sobre la doctrina, sino también sobre la práctica eclesial. Nos dice
que no todo se resuelve con las decisiones tomadas en un sínodo, o con un
decreto. Existe la necesidad de llevar estas decisiones a la práctica, la
llamada “recepción” de los dogmas. Y para eso necesitamos tiempo, paciencia,
diálogo, tolerancia; a veces incluso compromiso. Cuando se hace en el Espíritu
Santo, el compromiso no es ceder, ni rebajar la verdad, sino llevarlo a cabo
con caridad y obediencia a las situaciones. ¡Cuánta paciencia y tolerancia tuvo
Dios después de dar el Decálogo a su pueblo! ¡Cuánto tiempo tuvo que esperar, y
todavía tiene que esperar, para su recepción!
A lo largo de la historia que acabamos de mencionar, Pedro
aparece claramente como el mediador entre Santiago y Pablo, es decir, entre la
preocupación por la continuidad y por la de la novedad. En esta mediación,
somos testigos de un incidente que puede ayudarnos aún hoy. El incidente es el
de Pablo que en Antioquía reprende a Pedro de por la hipocresía de por haber
evitado sentarse a la mesa con paganos convertidos. Escuchemos lo que sucedió
desde su propia voz:
Mas, cuando vino Cefas a Antioquía, me enfrenté con él cara
a cara, porque era digno de reprensión. Pues antes que llegaran algunos del
grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos
llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos (Gal 2,
11-12).
Los “conservadores” de la época reprocharon a Pedro haber
ido demasiado lejos yendo al pagano Cornelio; Pablo, sin embargo, le reprocha
no haber ido lo suficientemente lejos. Pablo es el santo que más admiro y amo.
Pero en este caso estoy convencido de que se dejó llevar (¡no es la única vez!)
por su carácter de fuego. Pedro no pecó en absoluto de hipocresía. La prueba es
que, en otra ocasión, el mismo Pablo hará exactamente lo que hizo Pedro en
Antioquía. En Listra hizo circuncidar a su compañero Timoteo “a causa -está
escrito- de los judíos que había en aquellas regiones” (Hch 16,3), es decir,
para no escandalizar a nadie. A los Corintios escribe que se hizo “judío con
los judíos, para ganar a los judíos” (1 Cor 9, 20) y en la Carta a los Romanos
recomienda encontrarse con aquellos que aún no han alcanzado la libertad de la
que otros disfrutan” (Rom 14, 1 ss).
El papel de mediador que ejerció Pedro entre las tendencias
opuestas de Santiago y Pablo continúa en sus sucesores. Ciertamente no (y esto
es bueno para la Iglesia) uniformemente en cada uno de ellos, sino según el
carisma propio de cada uno que el Espíritu Santo (y se supone que los
cardenales bajo él) han considerado los más necesarios en un momento dado de la
historia de la Iglesia.
Ante los acontecimientos y las realidades políticas,
sociales y eclesiales, nosotros estamos listos para tomar inmediatamente
partido por un lado y demonizar al contrario, a desear el triunfo de nuestra
elección sobre la de nuestros adversarios. (¡Si estalla una guerra, todos rezan
al mismo Dios para que dé la victoria a sus ejércitos y aniquile a los del
enemigo!). No digo que esté prohibido tener preferencias: en el campo político,
social, teológico, etc., o que sea posible no tenerlas. Sin embargo, nunca
debemos esperar que Dios se ponga de nuestro lado contra el adversario. Tampoco
debemos preguntárselo a quienes nos gobiernan. Es cómo pedirle a un padre que
elija entre dos hijos; cómo decirle: “Elige: yo o mi oponente; muestra
claramente con quien estás!” ¡Dios está con todos y por eso no está contra
nadie! Es el padre de todos.
La acción de Pedro en Antioquía -como la de Pablo en Listra-
no fue hipocresía, sino adaptación a las situaciones, es decir, la elección de
lo que, en una determinada situación, favorece el mayor bien de la comunión. Es
sobre este punto que quisiera continuar y concluir esta primera meditación,
también porque nos permite pasar de lo que concierne a la Iglesia universal a
lo que concierne a la Iglesia local, es decir, a nuestra propia comunidad o
familia y a la vida espiritual de cada uno de nosotros (¡Que es lo que uno
espera, creo, de una meditación de Cuaresma!).
Hay una prerrogativa de Dios en la Biblia que a los Padres
les encantaba subrayar: la synkatabasis, es decir, la condescendencia. Para San
Juan Crisóstomo es una especie de clave para comprender toda la Biblia. En el
Nuevo Testamento esta misma prerrogativa de Dios se expresa con el término
benignidad (chrestotes). La venida de Dios en la carne es vista como la suprema
manifestación de la benignidad de Dios: “Se ha manifestado la benignidad de
Dios y su amor por los hombres” (Tito 3:4).
La amabilidad -hoy diríamos también cortesía- es algo
distinto de la simple bondad; es ser bueno con los demás. Dios es bueno en sí
mismo y es bondadoso con nosotros. Es uno de los frutos del Espíritu (Gal
5,22); es un componente esencial de la caridad (1 Cor 13, 4) y es el marco de
un alma noble y superior. Ocupa un lugar central en la exhortación apostólica. Leemos,
por ejemplo, en la Carta a los Colosenses:
Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de
entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia,
soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja
contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros (Col 2,
12-13).
Este año celebramos el cuarto centenario de la muerte de un
santo que fue un excelente modelo de esta virtud, en una época también marcada
por amargas controversias: San Francisco de Sales. Todos deberíamos volvernos,
en la Iglesia, un poco más condescendientes y tolerantes, menos colgados de
nuestras certezas personales, conscientes de cuántas veces hemos tenido que
reconocer dentro de nosotros mismos que estábamos equivocados sobre una persona
o una situación, y cuántas veces nosotros también hemos tenido que adaptarnos a
las situaciones. En nuestras relaciones eclesiales, afortunadamente, no existe
-ni debe existir- esa propensión a insultar y vilipendiar al adversario que se
advierte en ciertos debates políticos y que tanto daño hace a la pacífica
convivencia civil.
Hay alguien, es cierto, con quien es justo ser
intransigente, pero ese alguien soy yo mismo, es mi “yo”. Estamos inclinados
por naturaleza a ser intransigentes con los demás e indulgentes con nosotros
mismos, mientras que deberíamos proponernos hacer todo lo contrario: estrictos
con nosotros mismos, longánimos con los demás. Esta resolución, tomada en
serio, bastaría por sí sola para santificar nuestra Cuaresma. Nos dispensaría
de cualquier otro tipo de ayuno y nos dispondría a trabajar con más fe y
serenidad en todos los ámbitos de la vida de la Iglesia.
Un gran ejercicio en este sentido es ser honesto, en lo
profundo de tu corazón, con la persona con la que no estás de acuerdo. Cuando
me doy cuenta de que estoy acusando a alguien dentro de mí, tengo que tener
cuidado de no ponerme de mi parte inmediatamente. Debo dejar de darle vueltas a
mis razones como quien masca chicle y tratar de ponerme en el lugar de la otra
persona para entender sus razones y lo que él también podría decirme.
Este ejercicio no debe hacerse sólo con respecto a la
persona singular, sino también con la corriente de pensamiento con la que no
estoy de acuerdo y con la solución propuesta por ella a un determinado problema
en discusión (en el Sínodo o en otro ámbito). Santo Tomás de Aquino nos da un
ejemplo: inicia cada uno de los artículos de su Suma Teológica con las razones
del adversario que nunca banaliza ni ridiculiza, sino que las toma en serio y
luego les responde con su “Sed contra”, “sin embargo”, es decir, con las
razones que considera más en conformidad con la fe y la moral. Preguntémonos
(yo primero): ¿hacemos lo mismo?
Jesús dice: “No juzguéis, para que no seáis juzgados…¿Cómo
es que ves la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga
que hay en tu ojo? (Mt 7, 1-3). ¿Es posible vivir, nos preguntamos, sin juzgar
nunca? ¿No es la capacidad de juzgar parte de nuestra estructura mental y no es
un don de Dios? En la versión de Lucas, al mandato de Jesús: “no juzguéis y no
seréis juzgados” le sigue inmediatamente, como para aclarar el sentido de estas
palabras, el mandato: “no condenéis y no seréis condenados” (Lc 6, 37). Por lo
tanto, no se trata de eliminar el juicio de nuestro corazón, ¡sino de eliminar
el veneno de nuestro juicio! Eso es el odio, la condena, el ostracismo.
Un padre, un superior, un confesor, un juez, cualquiera que
tenga alguna responsabilidad sobre los demás, debe juzgar. A veces, en efecto,
juzgar es precisamente el tipo de servicio que uno está llamado a ejercer en la
sociedad o en la Iglesia. La fuerza del amor cristiano reside en el hecho de
que es capaz de cambiar el signo incluso del juicio y, de un acto de desamor,
convertirlo en un acto de amor. No con nuestras propias fuerzas, sino gracias
al amor que “ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado” (Rm 5, 5).
En conclusión, hagamos nuestra la hermosa oración atribuida
a San Francisco de Asís. (Tal vez no sea suya, pero refleja perfectamente su
espíritu):
Oh Señor, hazme un instrumento de tu paz:
donde haya odio, déjame llevar amor,
donde haya ofensa, que yo lleve el perdón,
donde hay discordia déjame traer unidad,
donde haya duda, déjame vestirme de fe,
donde está el error, que pueda traer la verdad,
donde está la desesperación, déjame traer esperanza,
donde haya tristeza, déjame llevar alegría,
donde está la oscuridad, déjame traer la luz.
Y añadimos:
Donde haya malicia, déjame mostrar benignidad
¡Donde haya dureza, déjame traer bondad!