Presidir es una forma de arte, como todo los que aspira a la excelencia. El arte nos ayuda a vivir la realidad del misterio de nuestra existencia en profundidad; está al servicio de la celebración. En la perspectiva de la fe, celebrar significa vivir anticipadamente la vida de Dios con el que comunicarnos, vida por excelencia y en plenitud. Así es el gran don de la liturgia a la cual nos abandonamos, don comparable a la gratitud divina de la Redención.
El arte de celebrar rectamente es un gran don que se va
perfeccionando a lo largo de toda una vida; lo cual implica también corrección
de malos hábitos.
La presidencia del celebrante, en comunión con Dios y con la
asamblea que preside, está unida necesariamente a la participación fructuosa de
los fieles. Por parte del sacerdote, este ministerio requiere competencia y
sabiduría, preparación y amor reverencial, sentido de oración e interioridad.
La presidencia es también una gran responsabilidad, poraue es servicio
ministerial en representación de Cristo, del que es icono y siervo; ministerio
que es una simple función porque tiene valor sacramental.
El arte de presidir, función principal del presbítero que
actúa en nombre de Cristo, es eminentemente el don gratuito del Padre al cual
se ofrece el sacrificio eucarístico del mismo Cristo y de su Iglesia viva y
universal por el poder del Espíritu Santo.
La eucaristía no es un dialogo horizontal entre el sacerdote
y los fieles. Es eminentemente una acción de gracias por el sacrificio de
Cristo simbolizado por la cruz en el presbiterio (IGMR, 308) a la que ambos
dirigen su mirada. Enraizada en la Escritura y los Padres de la Iglesia.
Desde el centro de la cruz y el altar, símbolos del banquete
del sacrificio pascual de Cristo, la postura del sacerdote (versus Deum)
afirma nuestra actitud interior, eminentemente transcendente y escatológica:
“Marana tha” (1 Cor 16,22).
Este es el poder inherente de la Liturgia, obra de Dios y de
la Iglesia al servicio del pueblo. Lo más ajeno a este poder y don es la
manipulación subjetiva en nombre de la “creatividad”. Como medios para lograrlo
se multiplicaron las moniciones explicativas, la improvisación, y la resultate
inflación de palabras, o verbosidad. Esto último además, produce en los oyentes
una desconexión del ritmo celebrativo. Las moniciones a su debido tiempo deben
fomentar la participación; pero la Ordenación General del Misal Romano (IGMR,
50, 57, 105) determina que deben expresarse “con brevísimas palabras…y bien
preparadas con comentarios claros y sobrios”.
El estilo de la oración eclesial necesita ciertamente
expresividad – lo contrario de la recitación mecánica y rutinaria – pero no es
simplemente un asunto estético que debemos reinventar. Además este gusto
estético nos lo da la fuerza de la Liturgia en la que debemos confiar. Hay que
conocer las leyes litúrgicas a las que debemos ser fieles.
El camino de renovación del estilo litúrgico esta patente en
la Constitución litúrgica del Vaticano II. La comprensión del estilo litúrgico
está lejos de actitudes fundamentalistas y arcaicas que ignoran las constantes
y riqueza de la tradición católica en su conjunto.
Para una adecuada celebración, los ritos “deben resplandecer
con una noble sencillez” (SC 34) “el lenguaje del cuerpo”, como la mirada y los
gestos son muy importantes. Además, cada elemento celebrativo requiere una
entonación diferente. Así, para poner un ejemplo, no leemos o decimos una
oración, sino que la rezamos. Celebramos con naturalidad, dirección y vigor en
gestos y ritos celebrativos evitando lo pomposo, lo trivial, y la
artificiosidad. Hay cosas básicas, como pronunciar con claridad. Debida
entonación, y la ejecución de cada momento ritual y gesto simbólico, o palabra
según su función.
Respeto a la misa, respetemos el silencio en el acto
penitencial, en la oración colecta, durante la proclamación de la Palabra y
después de la homilía. Este es el sentido de estos momentos de silencio:
en los que con la gracia del Espíritu Santo “se saborea la Palabra de Dios en
los corazones y, por la oración, se prepara la respuesta (IGMR 56) sigue el
silencio durante la proclamación de la Plegaria eucarística: exige que todos la
escuchen con silencio y reverencia” (ibid, 78) Al momento después de la comunión
se le llama el gran silencio, durante el cual “el sacerdote y los fieles oran
un espacio de tiempo en secreto” (ibid, 88 y 64) hay que evitar toda
forma de precipitación que impida el recogimiento.
El sacerdote, hombre de Dios y maestro de oración, debe dar
ejemplo. Como popularmente se ha dicho, “la imagen es el mensaje”.
Aunque nuestro objetivo no es entretener, ni informar; sino
comunicar, escuchar y orar.
Siendo las acciones litúrgicas celebraciones de la
Iglesia (SC 26), el celebrante sigue siempre con espíritu orante la
estructura y las leyes de los libros litúrgicos. Así, celebrar correctamente
con espíritu de fe y en la presencia de Cristo es la mejor forma de mejorar y
hacer relevante la liturgia eucarística. De hecho, la Liturgia es fundamentalmente
comunicación, a través de la oración, el rito y la palabra, del Misterio de
Cristo, para que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo.
(CA, 1068). Es el legado de santidad que nos viene de la tradición y de la vida
de la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, artífice de la eficacia de los
misterios, que sostuvo la fe de incontables generaciones.