En la fiesta de San San Juan De la Cruz, ofrecemos un extracto del artículo escrito hace sesenta años por un estudiante de filosofía. Hoy su autor Daniel de Pablo Maroto, ocd es un notable experto en espiritualidad carmelitana. Pero su juvenil reflexión al sentido de la vida, expresada hace años, es muy relevante aún hoy. AD.
Hoy, día 14 de diciembre de 2017, recordamos la muerte del “medio fraile” como lo definió jocosamente la madre Teresa, pero con alma de santo e inteligencia de genio, de poeta y de místico. Mientras recuerdo su figura, sintonizo afectivamente con una gesta cultural de mis años de estudiante de filosofía en Ávila. He recuperado unos papeles que daba por perdidos en los que comparaba la doctrina del Santo con los pensadores existencialistas, tan de moda en los años 50 del siglo pasado, hijos de la ira, desesperanzados, no obstante haber saboreado el triunfo de la “diosa razón” que entronizaron los revolucionarios franceses a finales del siglo XVIII y de la que comenzaron a desconfiar.
Aquellos viejos papeles fueron a parar a una Revista del colegio filosófico de los carmelitas descalzos de “La Santa” –Studium– en el año 1958. Deseo que estas páginas de hoy —una parte mínima del original y redactadas de muevo—, sean un testigo de aquellos años heroicos de los colegios de filosofía y de teología de las órdenes religiosas y de los seminarios cuyos estudiantes fueron capaces, en medio de penurias económicas, de publicar revistas de pensamiento —¿científicas? — que alimentaron sus ilusiones intelectuales. Pero dejemos el pasado en su cronología estática y volvamos a la “pregunta por el hombre”.
Los filósofos existencialistas, sufridores de una de las peores catástrofes de la humanidad, como fue la segunda guerra mundial (1939-1945), idearon una filosofía para explicar la situación trágica a la que había llegado la humanidad. ¿Qué piensan sobre el hombre los filósofos existencialistas? Su esencia —vienen a decir— es su existencia; es pura contingencia, finitud radical, un ser angustiado, atormentado, arrojado a la existencia sin un destino preciso. Sartre lo define como “un ser que hace florecer la nada en el mundo”. “El hombre -dice- es una pasión inútil”. “El hombre —escribe también— se pierde en cuanto hombre para hacer que Dios nazca y que, al ser controvertida la idea de Dios, el hombre se pierda en vano”.
Negada la realidad de Dios que sustentó la esencia y existencia del hombre en la tradición cristiana, queda sustituido por el “superhombre” de Friedrich Nietzche y que concluye en el racismo más radical negando la existencia a los débiles. Nuestro Unamuno vivió, en algunos momentos de su vida, un pesimismo existencial: “la vida es tragedia y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella”, apunta en el Sentimiento trágico de la vida. Con este telón de fondo, acerquémonos a san Juan de la Cruz que, por una parte, define al hombre real como los existencialistas trágicos, pero su destino final no termina en tragedia, sino en el hombre liberado y transfigurado por la acción de Dios en él. Lo trágico -si podemos hablar así- está en la dureza del camino, un proceso de profunda purificación del compuesto humano, sus sentidos, su inteligencia y voluntad, que le dejan en un vacío existencial, “colgado entre el cielo y la tierra”, como condensó gráficamente el místico fontivereño.
San Juan de la Cruz considera al hombre como portador de esencias divinas que le definen como tal. Léase, por ejemplo, el Cántico Espiritual donde explica las “tres maneras de presencia” de Dios en el alma (estrofa, 11, 3). Es desde esta perspectiva como podemos estudiar el existencialismo en san Juan de la Cruz, que tiene dos variantes: la visión trágica del hombre y la optimista. Al primero —el trágico— le podemos aplicar algunas expresiones de la Subida del monte Carmelo y de la Noche oscura.
Por ejemplo, cuando explica en qué consiste la purificación del espíritu para conseguir la plena liberación de las ataduras del yo. “De aquí -escribe- es que trae en el espíritu un gemido o dolor tan profundo que le causa fuertes rugidos y bramidos espirituales, pronunciándolos a veces por la boca y resolviéndolos en lágrimas” (Noche, II, 9, 7). “De tal manera [la purificación de la noche] la destrica y descuece la sustancia espiritual, absorbiéndola en una profunda y honda tiniebla, que el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo en la faz y vista de sus miserias con muerte de espíritu cruel” (Noche, II, 6, 1). Son expresiones que posiblemente estrenaba la lengua castellana en la pluma de san Juan de la Cruz.
Pocos autores han pintado un cuadro tan sombrío, angustioso y real. Ni los existencialistas más trágicos soñaron que podrían darse estas situaciones en las que el dolor angustioso del alma fuese tan profundo. A veces, Juan de la Cruz nos sorprende con un escepticismo velado como cuando escribe: “El hombre ninguna cosa puede de suyo que sea buena” (Llama, 4, 9. Aviso 60). O también: “¡Oh, miserable suerte de vida donde con tanto peligro se vive, y con tanta dificultad la verdad se conoce […]. ¡En cuánto temor y peligro vive el hombre, pues la misma lumbre de sus ojos natural con que se ha de guiar es la primera que le encandila y engaña para ir a Dios” (Noche II, 16, 12).
Pero en él abunda también lo que podemos llamar el existencialismo optimista que compensa el cuadro tenebroso que ha dibujado y abre al hombre un camino de esperanza para los que viven en profundidad la fe cristiana. “En el matrimonio espiritual —dice el Maestro— no se goza el alma sino de Dios, ni tiene esperanza en otra cosa sino en Dios” (Cántico, 28, 4). También qué rudo contraste encuentra el lector de estas dos sentencias: “¡Con cuanta dificultad la verdad se conoce!”; atenuada con esta otra que vale por todo un libro: “Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo” (Avisos, 32).
Para concluir, recuerdo que todo el pensamiento de san Juan de la Cruz gira en torno a tres conceptos: Dios, el hombre y la confrontación entre ambos. Y no tiene más que esta finalidad: cómo el hombre supera su finitud y sus deficiencias en una relación de amor con Dios hasta transformarse en Dios en el matrimonio espiritual. “Así —escribe— como la bebida se difunde y derrama por todos los miembros y venas del cuerpo, así se difunde esta comunicación de Dios sustancialmente en toda el alma o, por mejor decir, el alma se transforma en Dios” (Cántico, 27, 5). En esta perspectiva cristiana del místico, el hombre adquiere su plena significación en el concierto de la creación, la trasciende y es su coronación por su dignidad superior. Se puede decir que, en una visión existencialista, el hombre da sentido a todas las cosas existentes. Así es de limpia la solución dada por Juan de la Cruz al problema de Dios en la vida del hombre.
¡Qué diferente es el Dios de los existencialistas —los que lo admiten como una realidad— del conocido y dibujado por san Juan de la Cruz! Por ejemplo, y con ello termino, oigamos lo que dice Karl Jasper. “Ahora se ve bien en qué sentido se puede decir que el ser de la trascendencia es captable o cognoscible. Lo es como una aproximación o como una proximidad, pero de tal modo, sin embargo, que nunca llegue a ser objeto para mí el Dios que se me acerca […]. El Dios de la trascendencia es un Dios oculto y la peculiaridad de la divinidad es exigir que el hombre permanezca siempre, respecto a él, en la angustia y en la duda”.
Mientras hacemos memoria del santo de Fontiveros en el día de su muerte, olvidemos el existencialismo trágico de tantos filósofos atormentados para pensar que nuestro último destino es Dios.
Texto tomado del portal editado en el Carmelo de Puçol (Valencia), Teresa, de la rueca a la pluma