Los dos términos suenan casi igual, pero su significado es
antagónico. Cuaresma es someterse a unas normas penitenciales o contemplativas,
en reconocimiento de no haber observado lo prescrito, con el fin de desagraviar
a la persona ofendida y reconciliarnos con ella.
En cuarentena se halla aquel que no se reconoce culpable del
incumplimiento de sus deberes, y está a la espera de que se aclare su
responsabilidad.
La cuaresma se diferencia del adviento, en que éste es «un
camino hacia la pascua navideña», mientras que el tiempo cuaresmal es «un alto
en el camino», para comprobar si la ruta en que nos hallamos, conduce
certeramente a la pascua de resurrección, o tenemos que rectificar. Y al caer
en la cuenta de que en mil ocasiones nos hemos apartado del buen camino, nos
imponemos penitencias en expiación del mal que no quisiéramos haber hecho.
El clima cuaresmal es de tristeza, semejante a la del
peregrino que ansía llegar al santuario, y le tarda alcanzar la meta. La
situación de desierto no les satisface: allí todo es carencia. Nada del
desierto satisface las ansias del peregrino. Ansía otros valores. Las
tentaciones de instalar su tienda en el arenal, tienen poca fuerza para el
caminante.
Busca otras metas y trata de nutrirse de otros manjares. Las
amarguras del desierto le traen a la memoria el remordimiento de las
infidelidades pretéritas. Y esto le anima a seguir caminando hacia situaciones
nuevas. La culpa le abruma, pero la esperanza le anima a proseguir en su
empeño, y las renuncias que le impone el caminar, las considera pequeños
sacrificios para alcanzar la tierra prometida.
En la vida cristiana, el tiempo de desierto no es tiempo de
castigo: es tiempo de penitencia y, a la vez, es tiempo de gracia. Es un tiempo
de entrenamiento, que capacita al peregrino para superar las dificultades que
le surgirán en el futuro.
Tomemos ejemplo del comportamiento de los antiguos padres
del desierto, Moisés y Elías, que en el tiempo del exilio, recordaron
constantemente a los israelitas que, si eran fieles al Señor; arribarían a la
tierra de promisión, y, sobre todo, tomemos ejemplo de Jesucristo, que durante
los cuarenta días que pasó en el desierto, preparándose para el ministerio de
su vida pública, no descuidó el ayuno y la oración, para mantener su cercanía al
Padre. También a Él le acometieron las tentaciones para que sucumbiera en su
empeño mesiánico, pero no le vencieron, porque se había preparado
concienzudamente con el ayuno y la oración cuaresmales.
Fundamentalmente, la cuaresma tiene una dimensión de conversión
que implica «arrepentimiento» por el mal hecho, y otra dimensión de
“reconciliación”, la vuelta a la casa del Padre. Cuando estas dos condiciones
se cumplen, en la casa del Padre hay fiesta como nunca la hubiera, y hay
desbordante alegría en el corazón del hijo, el cual es acogido como si no
hubiera pasado nada, porque Dios perdona y olvida ya que, puesto a amar, ama
para siempre.
Mons. Indalecio Gómez Varela
Canónigo S. I. Catedral Basílica de Lugo