La Navidad es esa ternura que ilumina la historia humana, el cosmos sin medida del que somos parte. Es la confesión de que la bondad engendra y sostiene la vida. Es la fe en que todo está eternamente movido por un latido profundo, creador, más grande y poderoso que el universo, más tierno y pequeño que el corazón de un recién nacido. Es la promesa de que el bien prevalecerá. Y es el compromiso por hacer que así sea. Cada villancico navideño, cada figura de nuestros nacimientos te lo anuncia, como el ángel a María y a José: “No temas. Eres lleno, llena de gracia. La gracia es más fuerte que todos los daños, que todas tus contradicciones”. ¿Exagera la Navidad? De nosotros depende.
Es el sueño más antiguo de la humanidad, y nada lo plasma mejor que la imagen de una madre con su hijo/a en brazos, una imagen presente en todas las culturas desde hace muchos milenios. La hallamos, por ejemplo, en la cultura neolítica Vincha a lo largo del Danubio de hace 5.000 años. En la misma época, conocemos sellos sumerios de la Diosa Madre Innana o Isthar con el niño en el regazo, e imágenes babilonias de Semiramis, madre virgen, con su hijo Tamuz en brazos. En el museo Vaticano se ve la escultura romana de la Diosa Madre Isis con su hijo Horus, del año 600 antes de Jesús.
No es extraño que los cristianos, desde muy pronto, representaran a María con el Niño. Uno de los primeros ejemplos lo tenemos en las Catacumbas de Pristila de Roma, del s. II: María está sentada con Jesús mamando en su pecho, mientras un tercer personaje señala una estrella. Es el icono de la Vida, del cielo en la tierra, de Dios en la carne. La ternura sostiene, nutre, cuida la vida. La bondad hace que Dios nazca y crezca en la tierra. No una bondad pasiva y sumisa, pues no es bondad; tampoco una bondad perfecta, pues no existe. La bondad concreta y siempre inacabada, activa y subversiva.
La Navidad es la fe en el poder de esa bondad. Es una invitación gozosa y amable a asentir a la vida, a dejarse llevar por este aliento vital poderoso y bueno que todo lo mueve, que palpita eternamente en todo cuanto es, desde las partículas de las partículas atómicas hasta las galaxias sin número ni medida. ¿De dónde nace ese aliento vital? No nace de la nada. ¿Acaso es fruto de un puro azar frío y ciego? ¿Existe acaso el “puro azar”, el azar absoluto? Claro que el azar interviene en el origen y en el desarrollo de la vida, de cada uno de nosotros, pobres y preciosos vivientes. Pero decir “azar” es una forma de decir que ignoramos el por qué. Por lo demás, tampoco el llamado azar se produce de la nada, sino que acontece en un universo infinitamente complejo, abierto, relacionado. También el azar, como todo cuanto es, tiene lugar “en Dios”, es decir, en el latido vital encarnado en todos los seres del mundo. El azar tiene lugar en un universo animado por el amor de la vida.
Nadie conoce todas las causas que explican su propio nacimiento, el nacimiento de la vida o del universo. Y la Navidad no explica por qué la realidad es como es, con todas sus muertes y dramas. Pero la Navidad proclama que, a pesar de todo, siempre podemos decir: “Todo está bien”. Es decir: “Todo puede llegar a estar bien”. La Navidad nos dice: “Ama la vida y acógelo todo como es, para que llegue a estar bien”. Cuando alguien abraza a su hijo, a su hija, o lo sostiene en sus brazos, sabe que la ternura, el cariño, el cuidado existen. Anhela que existan, y se siente llamado a hacer que así sea, para que la vida nacida de sus entrañas viva y crezca y sea feliz. En sus manos está, como el hijo o la hija que alza en brazos. “Hágase”.
Creo en la Navidad y quiero hacerla. Creo en la bondad. Creo en Jesús que, aun sin ser perfecto, pasó la vida haciendo el bien. Hágase también en mí. Será poca cosa lo que podemos hacer, pero hagámoslo, y crecerá sin fin.
José Arregi