Como métodos, las formas orientales de meditación se pueden separar en gran medida de su contexto religioso –budista o hinduista–, de tal modo que hoy en los libros y cursos se pueden recomendar el zen o el yoga cristianos. Al hombre contemporáneo, a veces un poco neurótico, no puede hacerle más que bien la quietud, el silencio, la concentración: así puede ser capaz de reencontrarse consigo mismo, recoger sus propias energías y llevar a cabo sus tareas cotidianas tal vez de un modo mejor.
Todo lo que ayuda a los empresarios japoneses, ¿no puede ayudar también a sus competidores europeos o estadounidenses? Sin embargo, si las formas orientales de meditación se reducen a meras técnicas psico o socioterapéuticas, una especie de entrenamiento autógeno o de eliminación de los desechos espirituales –como por ejemplo la agresividad en el trabajo–, entonces podría perderse el sentido auténtico de estas vías orientales, que deben ser formas de reencontrarse con uno mismo, de ampliar la conciencia y, en el fondo, del encuentro con el Absoluto (concebido de todos modos).
Las vías orientales, bien entendidas, pueden ser de gran ayuda para los hombres occidentales y también para los cristianos en el reconocimiento de su propia unilateralidad y en el redescubrimiento de momentos olvidados o perdidos de su tradición. Aquí, las comunidades religiosas cristianas se encontrarán con importantes tareas para sí mismas y para los demás:
- Frente a la separación y la abnegación («la cruz»), entendidas erróneamente, debe estar la preocupación por ser hombres auténticos, por el devenir integral y salvífico del hombre.
- Frente a la intelectualización y la teorización de la piedad (la separación de la teología de la piedad a partir de la alta escolástica), debe estar el ejercicio práctico y la ortopraxis (no solamente teóricos, sino también prácticos de la vida espiritual; en Oriente, la importancia de los «maestros»).
- Frente a una «espiritualidad» espiritualista y el cuidado de las almas sin el cuidado de los cuerpos, debe acentuarse la corporeidad tanto en la atención a las actitudes corporales (posición del loto como una expresión de tranquilidad e intenso recogimiento) como en el esfuerzo por una respiración controlada y adecuada.
- Frente a la dispersión del espíritu en la superficialidad, en los negocios, en la agitación, en las turbaciones interiores de la vida de cada día, debe fomentarse una concentración a través de la participación intuitiva en las profundidades del yo (no más «enigmas», racionalmente resolubles, entornos, por ejemplo, en el mu, el «nada» japonés).
- Frente al continuo hablar y actuar prisionero de las cosas, debe estar el silencio y la espera, liberados de los pensamientos, de los sentimientos, de los deseos, los cuales también pueden renunciar a las palabras y a las imágenes para llegar, en la quietud y libres de todo, a sí mismos; también, el vacío beatífico, la ausencia del yo y la nada absoluta, a la que el hombre debe ser despertado por la iluminación.
Por lo tanto, en este sentido, la meditación oriental y, en particular, el zen esencialmente significa libertad: libertad de uno mismo en el olvido de uno mismo; libertad de toda restricción, de toda instancia que quiera interponerse entre el hombre y su experiencia y la iluminación inmediata; libertad también de Buda y de las sagradas escrituras; libertad, en última instancia, desde el mismo zen, desde la misma meditación. Solo en plena libertad interior el hombre puede llegar a la iluminación, en esta vida o más adelante. Si, en la escuela de Nagarjuna y Nishida, nos refe al «vacío», «la nada absoluta», el «nirvana», no como absolutamente nada, sino como la última y primera realidad, hacia la que el hombre tiende, la diferencia de la tradición judea-cristiana quizás no sea tan grande como, estando en los conceptos, podría parecer a primera vista.
Muchos momentos y elementos de esta piedad también se encuentran en la mística cristiana, neoplatónica, alemana, holandesa o española. Consiguientemente, no sorprende que precisamente aquellos que se sienten organizados en la vida de oración por la dogmática eclesiástica, por reglas rígidas y por el entrenamiento espiritual, no tengan que pensar en nada y que la meditación sin objeto y el vacío beatífico puedan ser una verdadera liberación. Pero, ¿también el propósito?
Para el cristiano, el problema surge de esta manera: ¿cómo puede un cristiano ser capaz de detenerse aquí?
A menudo existe el peligro de que la meditación mística sea absolutizada, hecha fin en sí misma. ¿Para qué meditar? ¿Para qué dedicar horas, días y, en algunos casos, incluso semanas de reflexión con rompecabezas casi irresolubles, en particular al koan mu, el enigma de la nada? ¿No es más bien una tarea de personas especialmente dotadas y expertas desde el punto de vista religioso que una tarea del «pueblo», de unos pocos y no de muchos?
De hecho, aquí está claro que el cristianismo –a diferencia del budismo– por su origen no es una religión de monjes y conventos, sino una religión de profetas, más bien del único «Profeta». En lugar de trazar un ideal de vida monástica (Qumrán), Jesús se dirige al mundo y al prójimo; en lugar de huir del mundo, él aspira a dar foma al mundo; en lugar de la contemplación, él prefiere el servicio entregándose al hombre; en lugar de la negación de sí mismo, él prima el amor activo al prójimo y a los enemigos.
En Jesús, el absoluto no se vuelve casi exclusivamente apersonal, no se experimenta como desprovisto del mundo, de la historia y de la palabra, sino que, como Dios vivo, dentro del mundo y su historia, se percibe a través de la palabra de sus testigos. En este Dios vivo y en su palabra, el cristiano encuentra, no solo un apoyo ante la posible arbitrariedad subjetivista en la consideración solitaria, sino también la provocación a la vida y la acción. Así que, en el cristianismo, a diferencia de Oriente, el acento, al final, no se pone en el vacío, sino en la plenitud; no se pone en el olvido de sí mismo, sino en la conquista del yo; no se pone en la nada, sino en el nuevo ser; no se pone en el nirvana, sino en la vida eterna.
Así pues, ¿la meditación o la oración mística es generalmente cristiana? A esta compleja problemática solamente podemos responder haciendo algunas distinciones:
- La meditación mística puede ser cristiana: no debe ser descalificada como no cristiana. Personas representativas, que fueron responsables de la introducción de la piedad mística en el cristianismo, como los alejandrinos Clemente y Orígenes, Agustín, Dionisio el Areopagita, pero también místicos medieval como Bernardo de Claraval, Francisco de Asís, el Maestro Eckhart, Juan Taulery; más adelante, en el sir]o XVI «español»: Teresa de Ávila, Juan de la Cruz e Ignacio de Loyola, así como en el siglo XV «francés»: Francisco de Sales, Madame Guyon, Madame de Chantal, y también el místico luterano Johann Arndt y el reformado Gerhard Tersteegen; ciertamente no todos son ajenos a las críticas, pero ninguno de ellos ha estado sometido a la Inquisición católica-romana (aunque con raras condenas de muchos de ellos) ni a la descalificación protestante, por lo que a menudo, con referencia al Evangelio y a los reformadores, han sido definidos como no evangélicos.
Pero su piedad mística se basaba esencialmente en la Biblia. Para querer seguir criterios tan rigurosos, deberían negarse los influjos místicos ya en Pablo y con mayor razón en el evangelio de Juan.
- La meditación mística, sin embargo, existe sobre todo fuera del cristianismo : no solo en la India, China y Japón; no solamente en el hinduismo, el taoísmo y el budismo hay piedad mística, sino también en el entorno más directo del cristianismo primitivo, en el helenismo y, sobre todo, en el neoplatonismo, el judaísmo y el sufismo islámico. Los paralelismos, propiamente en lo que respecta a los grados de la oración, son sorprendentes. Estos han sido analizados detalladamente por Friedrich Heiler:
«Aunque respecto a las denominaciones de los grados de oración, su número y sus características cambian, no hay esencialmente diferencias entre los grados de oración de los místicos neoplatónicos, los sufíes, los hindúes y los cristianos; su carácter psicológico fundamental incluso coincide con los grados de inmersión del yoga y el budismo, aunque en este último se excluye cualquier idea de oración, es decir, cualquier relación con Dios. La educación psicológica más refinada se destaca en las etapas de la oración de santa Teresa de Ávila y en las etapas de la inmersión budista».
- En el cristianismo, la meditación mística es de origen extracristiano. Aunque ya existen en Pablo y Juan influencias helenistas, la recepción completa del helenismo acontece en cuatro momentos: con los apologistas del siglo II, con los alejandrinos Clemente y Orígenes en el siglo III, con Agustín en el siglo IV y, finalmente con el Pseudo-Dionisio Areopagita en , siglo V y VI. Si Agustín influyó sobre todo en Anselmo de Canterbury, Bernardo de Claraval, Alberto Magno, Tomás de Aquino, Francico de Asís, Buenaventura y Tomás de Kempis, el Areopagita influyó preferentemente en Juan Escoto Erígena, Vittorini, el Maestro Eckhart, Juan Tauler y Catalina de Génova. Si en contacto con la piedad bíblica personalista, la mística ganó en profundidad, fuerza e intimidad, como puede verse precisamente en la transformación original de la mística medieval por obra de Teresa de Ávila, sin embargo, la acentuación más pura y la formación más coherente de la mística se encuentra fura del cristianismo.
- Por lo tanto, la meditación mística no es específicamente cristiana: es cristiano lo que puede referirse a Jesucristo. Entonces, como los profetas del Antiguo Testamento, el mismo Jesucristo y sus primeros discípulos no eran místicos. Para nosotros esto significa que no podemos preocuparnos seriamente por la imitación de Cristo –como con nuevas referencias a las Escrituras también han hecho los reformadores– sin ocuparnos de la oración mística.
Por el contrario, también una piedad abiertamente cristiana debido a la simple mística puede perder involuntariamente lo específicamente cristiano. Desde una lectura más cercana, podemos darnos cuenta de que, extrañamente, el libro de edificación cristiana más famoso, La Imitación de Cristo, importante para la cristiandad católica y evangélica, traducido a más de cien idiomas y proveniente de la corriente místico-teológica holandesa de la Devotio moderna (quizás escrito o elaborado por Tomás de Kempis), no está tan dominado por la idea de la «sequela» bíblica. Aquí la idea de la ascensión del alma, desde la práctica cotidiana hasta la experiencia mística, es bastante decisiva: desde la concentración en la «purificación» (vía purgativa), en la «iluminación» (vía iluminativa), en la «unificación» (vía unitiva) a la contemplación y al éxtasis.
- Para el cristiano, por lo tanto, la actitud de la oran mística no puede tener un significado normativo. Ciertamente, la «guía para la oración», que fue altamente valorada especialmente en el monaquismo, también recomendada, enseñada y practicada en la formación tradicional de los sacerdotes y en los ejercicios espirituales, puede tener una función psicopedagógica: mediante la descripción y el análisis de las distintas fases de la oración, el orante puede alcanzar una mayor claridad para sí mismo y para los demás, y puede ejercitarse en la autocrítica. Pero, para el cristiano, esta guía para la oración no puede tener en absoluto un carácter vinculante. Con toda la admiración por la gran Teresa, por esta mujer brillante, que algunos consideran como la mística más importante en la historia de las religiones: en el Nuevo Testamento no existe el ideal de una oración interior o de una oración del corazón, no se encuentra la invitación a la observación, a la descripción y al análisis de las experiencias y de los estados místicos, no conocemos una escala de la oración mística que alcance el éxtasis, la acentuación de la oración que presupone un don religioso particular.
No es infrecuente que ciertos educadores espirituales, presentando algunos ideales místicos, hayan atormentado a personas bien dispuestas, que para tal oración no tenían dones ni interés, y de esta manera les dificultaron o en general les arruinaron la oración. Las formas de oración espiritualmente más exigentes pueden –pero no deben– ser practicadas por los cristianos. La oración mística es un carisma, un carisma. Puede servir para la imitación de Cristo, pero también puede –convertido en un fin en sí mismo– alejar de ella. La meditación mística puede ser una forma entre otras muchas y, ciertamente no la más elevada. Orar, en el sentido cristiano, no puede ser asunto de una élite intelectual. Para el Nuevo Testamento, para el mismo Jesucristo, otra cosa es más importante. ¿De qué se trata?