lunes, 14 de septiembre de 2020

FILOSOFÍA DEL AMOR

 La razón es finita, pero el sentimiento de amor

es infinito (Romanticismo alemán).

   El amor consiste simplemente en amar, y complejamente en ser amado. Hay una compenetración entre amante y amado o amada de ida y vuelta, una coimplicidad que topa con el otro/otra, un salir de sí a la otredad. El amor es un reconocerse a sí mismo a través de otro, un perderse para encontrarse, un darse confiando que el otro nos acoja como lo acogemos.

      El amor no es pues coger sino acogida, unión y afirmación mutua. Pienso que el amor es el sentido de la vida porque la dota de pro-creatividad, pero es también el sentido de la muerte porque abre su finitud al infinito. En efecto, el feeling o hilo sentimental del amor es el hilo de Ariadna, el cual nos saca de nuestra soledad en el laberinto de la vida-muerte, atrapados por el monstruo Minotauro. La pérdida del amor es la pérdida de nosotros mismos en el laberinto.

      El psicólogo S.Freud parece confundir el amor como una expresión de la sexualidad, cuando es al revés: la sexualidad es la expresión del amor, que adquiere así la primacía humana. Esta primacía del amor humano se basa en la com-pasión, la cual dice consentimiento y mutuo compadecimiento por nuestra situación de encerrona existencial en este mundo. Pues lo que hace el amor es un abrimiento radical, el tránsito de la finitud a la infinitud o indefinitud abierta.

      Ello es así porque el amor implica la fe en el/lo otro, así como la esperanza en su reciprocidad. El romanticismo alemán definió el amor como fe y creencia en el otro y en el Otro (el Dios-amor), porque garantiza nuestro amor humano. Así que el amor es un acto de fe y esperanza cuasi religiosa, pues no en vano el amor dice religación o coligación. Creo y espero porque amo, y amo porque creo y espero.

      La fe confiada en el amor intersecta la eternidad y la temporalidad, de donde la sensación del amor como finito e infinito. Por eso en la obra de Unamuno –San Manuel Bueno y mártir–, el sacerdote protagonista acaba eligiendo no la fe celestial, sino el amor terrestre a sus fieles, abriéndolos a una fe que él mismo solo obtiene por ese amor de compasión por el prójimo.

      Curiosamente la historia del cristianismo refleja bien esta problemática. En efecto, san Pablo y el protestantismo privilegian la fe, fiducia o confianza en el Dios-amor, mientras que san Pedro y el catolicismo privilegian las obras y rituales religiosos en honor del Dios. Sólo san Juan, el discípulo amado, optó directamente por el amor humano-divino. Hoy sale vencedor el discípulo amado por Jesús y su teología del Dios-amor, por eso el Cristo de su Juicio Final en la Capilla Sixtina aparece conteniendo su furor de Pantocrátor ante los enjuiciados finalmente por amor.

      Así que creemos, esperamos y obramos bien porque amamos, y la única manera de amor es sencillamente amar al otro como a uno mismo. El amor es la única prueba de la existencia divina de Dios, y la única muestra de la existencia humana del hombre, sin el cual este es un animal. El amor representa nuestra afirmación radical humana, mientras que el antiamor representa nuestra negación radical inhumana. Sólo el amor nos salva de nosotros mismos, pues el amor es creencia y creación de trascendencia, su símbolo o cifra: el bien inmanente que resulta trascendental. El hombre se hizo y se hace hombre por el amor: por eso es el animal capaz de amar (transracional).

Andrés Ortiz.

CRISTO Y LA IGLESIA

A la historia del hombre sobre la tierra se le llama “la historia de la salvación”, y en ella se distinguen tres etapas: La salvación escatológica, la salvación redentora y la salvación eclesiológica. En estas tres palabras se condensa el proceso vocacional del hombre hacia la pascua definitiva. Todo lo vocacional implica llamada y respuesta.

Nuestra historia salvífica comenzó con nuestra llamada existencia. Dios no necesitaba del hombre para ser feliz, pero necesitaba de nosotros para hacernos felices. El Dios eterno en su origen e infinito en poder y bondad, comparte sus dones con las criaturas y, en virtud de su vocación dadivosa, decretó crear al hombre para tener a quien amar y para hacerle feliz en su reino. En el reino de Dios hay que distinguir dos fases: una celestial y eterna, y otra terrenal y perecedera.

La fase terrenal del reino comenzó con el “sí” de Dios que, en el momento de la creación, elevó al hombre al orden sobrenatural y lo destinó a ser plenamente feliz ya aquí en la tierra, convertida en paraíso terrenal.

Está claro que, según el plan de Dios, todos tenemos vocación de cielo, pero toda vocación se integra de llamada y de respuesta. Si la llamada no es acogida, la vocación es frustrada y, desafortunadamente, éste ha sido nuestro caso: el hombre dijo “no” a Dios, y el paraíso terrenal se convirtió en “valle de lágrimas”. El llanto es desde entonces “patrimonio de la humanidad”.

El pecado del hombre cambió la suerte de la humanidad en la tierra, pero no cambió el corazón de Dios respecto a nosotros, a quienes continúa amando con amor sin límites.

Adán, llamado a ser jefe de un pueblo unido y obediente al Creador es ahora el caudillo de una comunidad dividida y en rebeldía con su Hacedor. Se requiere un nuevo Adán, que restaure la comunión con Dios y la fraternidad entre los hombres. Hay que empezar de nuevo. A esta regeneración se le llama “redención”, y su restaurador es Jesús, el Hijo de Dios vivo. A Él le hubiera bastado un solo acto de su humanidad santísima para llevar a efecto la misión confiada por el Padre. Pero Jesús no solo vino a expiar nuestras culpas: quiere ser también nuestro maestro y nuestro modelo, y a ello dedicó los treinta años de su vida terrenal con su comportamiento ejemplarizante. Y al final de sus días, fundó la Iglesia, a la que confió la misión de continuar su obra redentora en el mundo.

La Iglesia es la encarnación de la providencia de Dios en la redención haciéndose. Los hombres no somos la Iglesia, pero somos de la Iglesia. De su misión somos beneficiarios, a la vez que colaboradores. Ella es divina y humana. Todo lo divino que Dios le regala, la hace hermosa y amable. Lo que nosotros le aportamos no siempre es positivo; más bien es censurable a los ojos de grandes sectores. De estas limitaciones, no siempre somos “culpables”, pero sí “responsables”, puesto que el comportamiento de los cristianos condiciona la evaluación que los no creyentes hacen de ella. Los cristianos somos la cara visible de la Iglesia. La Iglesia no es una mera institución humana. La Iglesia es la presencia de Dios entre los hombres, para proseguir la obra comenzada por Cristo en la tierra. La Iglesia es divina, porque su cabeza es Cristo; pero también es humana, porque sus miembros somos nosotros, salpicados de imperfecciones. Hay en ella dos dimensiones: una divina y santa, y otra humana y pecadora. Como divina, merece nuestro aprecio y estima. Como humana y pecadora, necesita nuestro perdón, puesto que somos nosotros los que la manchamos con nuestro incorrecto comportamiento.

Valoremos, pues, a la Iglesia, por lo que tiene de divina y santa; y compadezcámosla por lo que de nosotros tiene de negativo, y vistámosla de fiesta con nuestra santidad personal, para que sus enemigos la miren sin prejuicios y le agradezcan sus servicios.

Indalecio Gómez Varela

Canónigo de la Catedral de Lugo