A la historia del hombre sobre la tierra se le llama “la historia de la salvación”, y en ella se distinguen tres etapas: La salvación escatológica, la salvación redentora y la salvación eclesiológica. En estas tres palabras se condensa el proceso vocacional del hombre hacia la pascua definitiva. Todo lo vocacional implica llamada y respuesta.
Nuestra historia salvífica comenzó con nuestra llamada existencia. Dios no necesitaba del hombre para ser feliz, pero necesitaba de nosotros para hacernos felices. El Dios eterno en su origen e infinito en poder y bondad, comparte sus dones con las criaturas y, en virtud de su vocación dadivosa, decretó crear al hombre para tener a quien amar y para hacerle feliz en su reino. En el reino de Dios hay que distinguir dos fases: una celestial y eterna, y otra terrenal y perecedera.
La fase terrenal del reino comenzó con el “sí” de Dios que, en el momento de la creación, elevó al hombre al orden sobrenatural y lo destinó a ser plenamente feliz ya aquí en la tierra, convertida en paraíso terrenal.
Está claro que, según el plan de Dios, todos tenemos vocación de cielo, pero toda vocación se integra de llamada y de respuesta. Si la llamada no es acogida, la vocación es frustrada y, desafortunadamente, éste ha sido nuestro caso: el hombre dijo “no” a Dios, y el paraíso terrenal se convirtió en “valle de lágrimas”. El llanto es desde entonces “patrimonio de la humanidad”.
El pecado del hombre cambió la suerte de la humanidad en la tierra, pero no cambió el corazón de Dios respecto a nosotros, a quienes continúa amando con amor sin límites.
Adán, llamado a ser jefe de un pueblo unido y obediente al Creador es ahora el caudillo de una comunidad dividida y en rebeldía con su Hacedor. Se requiere un nuevo Adán, que restaure la comunión con Dios y la fraternidad entre los hombres. Hay que empezar de nuevo. A esta regeneración se le llama “redención”, y su restaurador es Jesús, el Hijo de Dios vivo. A Él le hubiera bastado un solo acto de su humanidad santísima para llevar a efecto la misión confiada por el Padre. Pero Jesús no solo vino a expiar nuestras culpas: quiere ser también nuestro maestro y nuestro modelo, y a ello dedicó los treinta años de su vida terrenal con su comportamiento ejemplarizante. Y al final de sus días, fundó la Iglesia, a la que confió la misión de continuar su obra redentora en el mundo.
La Iglesia es la encarnación de la providencia de Dios en la redención haciéndose. Los hombres no somos la Iglesia, pero somos de la Iglesia. De su misión somos beneficiarios, a la vez que colaboradores. Ella es divina y humana. Todo lo divino que Dios le regala, la hace hermosa y amable. Lo que nosotros le aportamos no siempre es positivo; más bien es censurable a los ojos de grandes sectores. De estas limitaciones, no siempre somos “culpables”, pero sí “responsables”, puesto que el comportamiento de los cristianos condiciona la evaluación que los no creyentes hacen de ella. Los cristianos somos la cara visible de la Iglesia. La Iglesia no es una mera institución humana. La Iglesia es la presencia de Dios entre los hombres, para proseguir la obra comenzada por Cristo en la tierra. La Iglesia es divina, porque su cabeza es Cristo; pero también es humana, porque sus miembros somos nosotros, salpicados de imperfecciones. Hay en ella dos dimensiones: una divina y santa, y otra humana y pecadora. Como divina, merece nuestro aprecio y estima. Como humana y pecadora, necesita nuestro perdón, puesto que somos nosotros los que la manchamos con nuestro incorrecto comportamiento.
Valoremos, pues, a la Iglesia, por lo que tiene de divina y santa; y compadezcámosla por lo que de nosotros tiene de negativo, y vistámosla de fiesta con nuestra santidad personal, para que sus enemigos la miren sin prejuicios y le agradezcan sus servicios.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo
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