Andrés Torres Queiruga, 07-enero-2023
Este artículo ha sido publicado en gallego el juevds 5 de enero en La Voz de Galicia por el teólogo ANDRÉS TORRES QUEIRUGA . Se une a los varios Promemorias que sobre Benedicto XVI esstamos publicando en Atrio. AD.
Hay frases que pueden marcar o al menos definir un destino. “Pienso que, ya que Dios ha hecho papa a un profesor, quería que precisamente este aspecto de la reflexión, y en especial la lucha por la unidad de fe y razón, pasaran al primer plano”. Son palabras pronunciadas por Benedicto XVI en 2010, en el libro de entrevistas La luz del mundo.
Había llegado al pontificado, después de pasar muchos años como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y siendo claramente la cabeza teológica de Juan Pablo II, el Papa más “político”, con quien durante unos treinta años había promovido, sin concesiones, una exigente reagrupación doctrinal de la Iglesia. La redacción del Catecismo de la Iglesia Católica, cuidadosamente supervisada por él, fue el ideario que, declarado de autoridad pontificia, pretendió imponer como norma y criterio para la catequesis e incluso para la teología.
De hecho, el prestigio de profesor alemán, junto con una rica trayectoria de publicaciones teológicas, lograron introducir en el ambiente un sentido de dignidad cultural para el anuncio de la fe cristiana. Respondía así a una necesidad global de actualización, que el Concilio Vaticano II había reconocido y proclamado solemnemente. Era urgente, tras la severa crisis de la Ilustración, que puso en crisis el papel destacado con el que el cristianismo había marcado la cultura occidental durante un milenio y medio y desde entonces, en buena medida, también la del mundo.
Él, no sólo por formación, sino por haber participado personalmente en el Concilio, parecía bien preparado para emprender la alta tarea. Y decidió afrontarla, continuando, con otro estilo pero con la misma actitud de cierto mesianismo salvador, el camino ya emprendido junto al anterior Papa, Juan Pablo II. Pero sucede que, a estas alturas, todo parece confirmar lo que gran parte de los teólogos habían denunciado desde el principio. El Concilio había abierto las puertas a una revolución evangélica, y lo que estos dos Papas pretendían imponer era una renovación de compromiso, con arreglos de forma y acomodación de estilo. Al final, no hacían más que apuntalar el mismo viejo edificio. Se procedió a través de una hermenéutica restauradora del mensaje conciliar, con el fortalecimiento de la autoridad central.
Si Juan Pablo II insistió sobre todo en la disciplina de un gobernante fuerte y experimentado, Benedicto XVI se centró en la teología. Publicó, siguiendo también el estilo del anterior, algunos documentos excelentes, como Deus caritas est (Dios es amor ), Spe salvi (Salvados por la esperanza ) y Caritas in veritate (La caridad en la verdad ), que fueron luminosos y esperanzadores, en cuanto se centraban en el anuncio central de la fe, evitando los temas colaterales y discutibles.
Pero, en cuanto a los esfuerzos relacionados con una actualización teológica sustantiva, lo traicionó su interpretación del servicio papal, considerándose a sí mismo como un “papa profesor”: pensó que su autoridad pastoral como anunciador de la fe y animador de vida en un sentido evangélico, lo investía también con el poder de controlar el “servicio teológico”. Convirtió su teología en modelo de la teología. En consecuencia, prosiguió, reforzando con la nueva autoridad papal, el control autoritario que había ejercido como prefecto de la doctrina de la fe. Las censuras, los procedimientos y las exclusiones de lo que sonaba a renovación fundamental se multiplicaron, imponiendo en la enseñanza más o menos oficial los textos de los representantes de la restauración teológica. Simplificando: Hans Urs von Balthasar contra Karl Rahner.
Respecto del segundo, llegó a decir: “Trabajando con él, me di cuenta de que Rahner y yo, a pesar de estar de acuerdo en muchos puntos y en múltiples aspiraciones, vivíamos desde el punto de vista teológico en dos planetas diferentes”. Justo ahí y también simplificando, aparece un síntoma que, permítaseme la opinión, es todo un diagnóstico: el teólogo Ratzinger está muy lejos de la creatividad y profundidad del teólogo Rahner. No supo reconocer, como este, la necesidad de un “cambio estructural de la Iglesia” ni de una superación radical del paradigma escolástico, abriendo para la teología y para la Iglesia un futuro que golpea con los puños las puertas de la humanidad. De la humanidad religiosa, que necesita que entren de nuevo los aires frescos del Evangelio. Y de la humanidad secular, a la que no le sobra escuchar el ofrecimiento de luz y esperanza que hace dos mil años encendió Jesús de Nazaret.
No es casualidad que cierre aquí estas reflexiones con esta
evocación. Pues confieso que siempre he juzgado como la pérdida de una gran
oportunidad el hecho de que el desenfoque en el diagnóstico haya impedido a
Benedicto XVI aprovechar sus excelentes cualidades de síntesis precisa y
exposición esclarecedora que sobre este tema central le ofrecía la amplia
difusión de su libro sobre el Nazareno. Al no tener en cuenta los avances de
los estudios bíblicos, la proclamación conciliar de la autonomía del mundo y el
nuevo diálogo entre las religiones, no logró presentar al mundo una visión
actualizada y verdaderamente creíble de su figura. La figura entrañablemente
humana, de uno como nosotros, que, anunciando que la palabra que Dios es amor
infinito y perdón incondicional, y que, ejerciendo una conducta fraterna,
comprometida y liberadora de todos los humillados y ofendidos, permanece ahí
como un faro abierto, que, hoy como en los inicios, sigue enviando señales con
las que muchas personas en el mundo sintonizan íntimamente, encontrando en
ellas sentido y salvación.