martes, 3 de enero de 2023

31 dic 2022 10.51 por Simone M. Varisco en su blog Caffestoria

Benedicto XVI: instrumentalizado, mitificado, incomprendido y comprimido en tiempos y categorías que no explican nada. Yo lo veo como un emblema de la libertad.

“Dios es lo eterno, mientras que el tiempo es un ídolo cuando se convierte en objeto de veneración”. Esta frase, tomada de El Dios de Jesucristo, de Joseph Ratzinger, basta para trazar la parábola de una vida: la fe, la relación con lo eterno y la libertad para vivir los límites de la condición humana. El tiempo, con Benedicto XVI, ha sido generoso. Tiempo que resuena en una vida larga y plena, en comparación con la cual su primacía como el pontífice más longevo de la historia de la Iglesia se reduce a una mera nota a pie de página.

Fragmentos

Porque queda la constatación de que cualquier intento de encerrar la vida en años, así como en palabras y líneas de texto, resulta inevitablemente en una visión parcial, en un fragmento minúsculo que sólo encuentra su lugar en un diseño infinitamente mayor. Es, ni más ni menos, el destino de toda existencia humana. La pretensión de haber captado, o incluso comprendido, la esencia de un individuo está destinada, sin excepción, al fracaso.

La eternidad de Romano Guardini

Sólo el ejemplo -el recuerdo que se traduce en acción vital- puede, en cierta medida, esperar no ser del todo insuficiente y devolver la vitalidad y la memoria a los fragmentos. “Lo eterno no está relacionado con la vida biológica, sino con la persona”, escribió a principios de los años cincuenta Romano Guardini, teólogo y filósofo particularmente querido por Benedicto XVI, en su obra Las edades de la vida. “No preserva [a la persona] perpetuándola, sino que la realiza en un sentido absoluto. La conciencia de esta perpetuidad crece en la medida en que se acepta sinceramente la transitoriedad”.

Aceptar la finitud de esta vida”, como revela Benedicto XVI al periodista Peter Seewald, es el estilo de toda una existencia. La esperanza de “poder reunirme pronto” con los amigos difuntos, más que el conocimiento de que “pronto me enfrentaré al juez definitivo de mi vida”, como escribió Benedicto XVI en dos ocasiones a finales de 2021 y principios de 2022, no son piadosas declaraciones aisladas. No se trata de las esperanzas y temores improvisados de un anciano, sino de la conciencia de que “el presente, incluso un presente fatigoso, puede vivirse y aceptarse si conduce hacia una meta y si podemos estar seguros de esta meta, si esta meta es tan grande que justifica el esfuerzo del viaje” (Spe salvi).

Pero la transitoriedad se aplica tanto a las personas como al tiempo. Romano Guardini se dirige a un siglo que coincide con el de Joseph Ratzinger -el siglo XX-, un siglo a punto de extinguirse en la estación de los totalitarismos y de entrar en el rescoldo de nuevas formas aún más insidiosas de pensamiento totalizador. Lo que hace de la acumulación -de tiempo, de riqueza, de poder- la base de una eternidad efímera. Por el contrario, prosigue Romano Guardini, “la eternidad no es un ‘plus cuantitativo’, por inconmensurable que sea, sino que es algo cualitativamente otro, libre, incondicional”.

Libertad y locura

No es el recipiente lo que define una vida, sino su contenido. No el tiempo, sino su uso. Y “el comportamiento moral sólo es posible donde hay libertad”, escribe Guardini en Ética. La acción libre tiene […] un carácter especial: parte del principio interior de la vida, de la moción autónoma del espíritu, de la decisión con la que dispongo de mi ser”.

Se ha discutido mucho sobre la libertad real y “plena” de elección en la renuncia de Benedicto XVI en 2013. Pero cualesquiera que fueran las razones, ello no disminuye en modo alguno el ejemplo de libertad encarnado por Ratzinger. Libertad para despedirse de un determinado ejercicio de poder, libertad para apartarse de dinámicas asfixiantes, libertad para asumir responsabilidades.

Una libertad tan absoluta que puede confundirse con la locura. “Un orden bufonesco (Narrenorden), con el que nos burlamos de nosotros mismos y de la seriedad del gran mundo, es algo bueno. Y también por eso lo recibí con gusto”, explicó el entonces Card. Joseph Ratzinger durante la ceremonia en la que se le concedió la Orden de Karl Valentin, actor alemán de cabaret y teatro. En aquel momento, Ratzinger ocupaba el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aparentemente lo más alejado de la comedia que se puede estar.

“Algunos han expresado dudas sobre si esto encaja con una ocupación tan seria como la mía. Me parece que encaja muy bien con ella, ya que, célebremente, poder decir la verdad es el privilegio de los tontos. En las cortes de los antiguos potentados, el bufón era a menudo el único que podía permitirse el lujo de la verdad. Y puesto que por mi profesión tengo que decir la verdad, me alegro de haber sido aceptado en la categoría de los que disfrutan de ese privilegio. Quien, diciendo la verdad, no se sintiera un poco payaso, se convertiría sin duda demasiado fácilmente en un autócrata”.

En tiempos de autoritarismo, a veces incluso en la Iglesia.

El pontificado, y quizá la vida, de Benedicto XVI se han reducido con demasiada frecuencia a una elección tomada hace 10 años. Sin embargo, es esa mirada hacia lo absoluto, a la vez humilde y profética, libre y loca, uno de los mayores dones de Joseph Ratzinger a la Iglesia. Un legado para todo cristiano.

Testamento Benedicto XVI 29/08/2006

Si en esta hora tardía de mi vida miro hacia atrás, hacia las décadas que he vivido, veo en primer lugar cuántas razones tengo para dar gracias. Ante todo, doy gracias a Dios mismo, dador de todo bien, que me ha dado la vida y me ha guiado en diversos momentos de confusión; siempre me ha levantado cuando empezaba a resbalar y siempre me ha devuelto la luz de su semblante. En retrospectiva, veo y comprendo que incluso los tramos oscuros y agotadores de este camino fueron para mi salvación y que fue en ellos donde Él me guió bien.

Doy las gracias a mis padres, que me dieron la vida en una época difícil y que, a costa de grandes sacrificios, con su amor prepararon para mí un magnífico hogar que, como una luz clara, ilumina todos mis días hasta el día de hoy. La clara fe de mi padre nos enseñó a nosotros los hijos a creer, y como señal siempre se ha mantenido firme en medio de todos mis logros científicos; la profunda devoción y la gran bondad de mi madre son un legado que nunca podré agradecerle lo suficiente. Mi hermana me ha asistido durante décadas desinteresadamente y con afectuoso cuidado; mi hermano, con la claridad de su juicio, su vigorosa resolución y la serenidad de su corazón, me ha allanado siempre el camino; sin su constante precederme y acompañarme, no habría podido encontrar la senda correcta.

De corazón doy gracias a Dios por los muchos amigos, hombres y mujeres, que siempre ha puesto a mi lado; por los colaboradores en todas las etapas de mi camino; por los profesores y alumnos que me ha dado. Con gratitud los encomiendo todos a Su bondad. Y quiero dar gracias al Señor por mi hermosa patria en los Prealpes bávaros, en la que siempre he visto brillar el esplendor del Creador mismo. Doy las gracias al pueblo de mi patria porque en él he experimentado una y otra vez la belleza de la fe. Rezo para que nuestra tierra siga siendo una tierra de fe y les ruego, queridos compatriotas: no se dejen apartar de la fe. Y, por último, doy gracias a Dios por toda la belleza que he podido experimentar en todas las etapas de mi viaje, pero especialmente en Roma y en Italia, que se ha convertido en mi segunda patria.

A todos aquellos a los que he agraviado de alguna manera, les pido perdón de todo corazón.

Lo que antes dije a mis compatriotas, lo digo ahora a todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio: ¡Manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir! A menudo parece como si la ciencia -las ciencias naturales, por un lado, y la investigación histórica (especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otro- fuera capaz de ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica. He vivido las transformaciones de las ciencias naturales desde hace mucho tiempo, y he visto cómo, por el contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas que sólo parecen ser competencia de la ciencia. Desde hace sesenta años, acompaño el camino de la teología, especialmente de las ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones, he visto derrumbarse tesis que parecían inamovibles y resultar meras hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.), la generación existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista. He visto y veo cómo de la confusión de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo.

Por último, pido humildemente: recen por mí, para que el Señor, a pesar de todos mis pecados y defectos, me reciba en la morada eterna. A todos los que me han sido confiados, van mis oraciones de todo corazón, día a día.

Benedicto, Santo y Doctor

Cuando en esta última temporada se le preguntaba por el estado de salud del papa emérito Benedicto XVI a su fiel e inseparable secretario, el arzobispo Georg Gäenswein —a quien la revista Vanity Fair dedicó una portada con la frase «ser guapo no es pecado»—, la respuesta sincera solía ser reiteradamente: «está muy débil y dada su edad cada día se va apagando como una velita». En la mañana del 31 de diciembre de 2022, quien desde la barca de Pedro había sido en estas décadas, una espléndida luminaria de doctrina y un faro seguro y orientador, se apagó silenciosamente, como se desvanece el pequeño cirio en la oscura nave de cualquier ermita.

Siempre, hasta en el final, me impresionó la inefable sensatez de este intelectual contemporáneo y teólogo genial. Solo en su físico me pareció pequeño y escaso. En todo lo demás: doctrina, piedad, prudencia, actividad pastoral, dialogo ecuménico, previsión del futuro, me pareció grande, magno y enorme.

Benedicto XVI merece sobradamente ser declarado pronto santo y “doctor de la Iglesia”, porque la grandeza de tal doctorado deviene no solamente por la profundidad de su magisterio y de sus escritos personales como teólogo genial, sino también por haber sido un gran maestro —en las decisiones complicadas, que hubieron de tomarse en los pontificados de san Juan Pablo II y en el suyo propio—, buscando el bien de la Iglesia y nunca el suyo personal.

La experiencia de los últimos años del pontificado de Juan Pablo II supusieron para Benedicto, una extraordinaria lección de la que supo colegir el riesgo de imprevisibles consecuencias que nos acarrearía en su caso una muy larga sede vacante. Por eso el 11 de febrero de 2013, con 85 años y a los ocho de pontificado, de manera imprevisible para todo el mundo, que no para él, manifestaba, santo y sabio: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras… para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».  Repito, tal reflexión solo nace en una cabeza muy lúcida y de un corazón santo y generoso. 

Y así sin más, Benedicto se retiró hasta su muerte a la residencia “Mater Ecclesiae”, en los jardines vaticanos para dedicarse a la oración y al estudio. No han sido pocos los que han sabido valorar acertadamente esos gestos históricos como propios de una profunda espiritualidad ajena al pufo remilgoso y beatón. Benedicto con su renuncia concluyó sin alaracas un pontificado lleno de frutos para la Iglesia y para la historia porque solo quiso ser, como dijo al ser elegido, “un humilde obrero en la viña del Señor”. Y vuelvo al estribillo: cabeza muy lúcida y corazón santo y generoso.

El papa Benedicto nos enseñó también con esa decisión, seguramente más fácil para un alemán tan práctico como espiritual, la más clara e importante de sus enseñanzas magisteriales: «que la fe y la razón van de la mano, ensanchando el horizonte de la razón para no caer en fanatismos irracionales y abriendo el horizonte de la fe para no asfixiar al hombre en un bunker materialista».

En la hora del adiós —porque ya habrá momentos para exponer más detenidamente su opera magna—, se me ocurre aplicarle a él lo que en la audiencia del 2 de junio de 2010, dijo de su admirado santo Tomás de Aquino: «en aquel momento de enfrentamiento entre dos culturas —ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón— mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos».

Gracias, papa Benedicto XVI, que has querido vivir hasta apagarte humilde como una velita en la oscuridad, porque brillarás para siempre como estrella lúcida en el firmamento de la iglesia y en el magisterio honesto de la humanidad.

Mons. Alberto Cuevas Fernández

Sacerdote y periodista

Benedicto XVI y la centralidad de Dios

Recuerdo aquel 19 de abril de 2005 cuando, poco antes de las seis de la tarde, comenzó a salir la fumata blanca que anunciaba la elección del nuevo Papa. Me encontraba en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Era un integrante más de aquella muchedumbre de personas que prorrumpió en aplausos y aclamaciones cuando el cardenal protodiácono pronunció el «Habemus Papam» —«¡Tenemos Papa!»—.

El elegido era el cardenal Joseph Ratzinger, quien escogió para sí el nombre de Benedicto XVI. De modo tímido, saludó a los fieles desde el balcón principal de la Basílica: «Después del gran Papa, Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor». Delante de mí estaba un grupo numeroso de seminaristas del Colegio Norteamericano de Roma que mostraban un entusiasmo incluso superior al que se suele ver en un animado partido de béisbol. El 24 de abril, en una soleada mañana, tuve también el privilegio de participar en la Misa del Inicio del Pontificado.

En esos días, paseando por el puente de Sant’Angelo, me encontré con el cardenal Carles, entonces arzobispo de Barcelona. Lo saludé y le agradecí que los cardenales hubiesen regalado a la Iglesia un papa como Benedicto XVI. Él me contestó sencillamente: «Hemos elegido al mejor». Era una certeza que muchos compartíamos. La excelencia de Joseph Ratzinger era tan destacada que sería imposible ocultarla: como teólogo y profesor, como arzobispo de Múnich y Frisinga, como Prefecto de la Congregación de la Fe en Roma… Y, estaba seguro de ello, también como Papa.

Los ocho años de pontificado (2005-2013) así lo han demostrado. También el inédito acto —en tiempos contemporáneos— de su renuncia, al igual que estos casi diez años vividos como Papa emérito. Su figura se agrandará aún más con el tiempo. Benedicto XVI era un Papa muy querido por los fieles, muy respetado por muchos intelectuales y también muy combatido, especialmente por ciertos sectores de la prensa alemana —quien haya leído la biografía escrita por Peter Seewald puede verificarlo—.

Amante de la belleza de la liturgia, respetuoso con la tradición de la Iglesia, ha sido, a mi juicio, el más moderno de los papas; aquel que más a fondo ha pensado la relación entre Cristianismo y Modernidad, entre fe y razón, apostando siempre por ser un “colaborador de la verdad”. Verdad y amor van de la mano: «El amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta», escribió en su tercera y última encíclica.

Su principal legado es, a mi juicio, además del testimonio de su vida, su enseñanza sobre la centralidad de Dios para la vida de los hombres. En la Plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, lo expuso con su habitual maestría, refiriéndose de modo especial a Europa. La aportación principal de la Iglesia a Europa «¡se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre». Este Dios, de primera necesidad para los hombres, lo ha traído Jesucristo al mundo, tal como podemos leer en su espléndida obra Jesús de Nazaret.

Benedicto XVI acaba de cruzar el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. No dio este paso solo, sino sostenido por el afecto y la oración de la Iglesia y de tantos hombres de buena voluntad. Como él dijo al comienzo de su pontificado: «Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte».

Su vida en la tierra no ha sido inútil; ha dejado mucho poso. Le pedimos a Dios que el papa Benedicto nos siga acompañando desde el cielo.

Guillermo Juan Morado

Sacerdote y director del Centro Teológico de Vigo