Queridos abuelos, queridas abuelas:
“Yo estoy contigo todos los
días” (cf. Mt 28,20) es la promesa que el Señor hizo a sus discípulos antes de
subir al cielo y que hoy te repite también a ti, querido abuelo y querida
abuela. A ti. “Yo estoy contigo todos los días” son también las palabras que
como Obispo de Roma y como anciano igual que tú me gustaría dirigirte con
motivo de esta primera Jornada Mundial de los Abuelos y de las Personas
Mayores. Toda la Iglesia está junto a ti —digamos mejor, está junto a
nosotros—, ¡se preocupa por ti, te quiere y no quiere dejarte solo!
Soy muy consciente de que
este mensaje te llega en un momento difícil: la pandemia ha sido una tormenta
inesperada y violenta, una dura prueba que ha golpeado la vida de todos, pero
que a nosotros mayores nos ha reservado un trato especial, un trato más duro.
Muchos de nosotros se han enfermado, y tantos se han ido o han visto apagarse
la vida de sus cónyuges o de sus seres queridos. Muchos, aislados, han sufrido
la soledad durante largo tiempo.
El Señor conoce cada uno de
nuestros sufrimientos de este tiempo. Está al lado de los que tienen la
dolorosa experiencia de ser dejados a un lado. Nuestra soledad —agravada por la
pandemia— no le es indiferente. Una tradición narra que también san Joaquín, el
abuelo de Jesús, fue apartado de su comunidad porque no tenía hijos. Su vida
—como la de su esposa Ana— fue considerada inútil. Pero el Señor le envió un
ángel para consolarlo. Mientras él, entristecido, permanecía fuera de las
puertas de la ciudad, se le apareció un enviado del Señor que le dijo:
“¡Joaquín, Joaquín! El Señor ha escuchado tu oración insistente”.[1] Giotto, en
uno de sus famosos frescos,[2] parece ambientar la escena en la noche, en una
de esas muchas noches de insomnio, llenas de recuerdos, preocupaciones y deseos
a las que muchos de nosotros estamos acostumbrados.
Pero incluso cuando todo
parece oscuro, como en estos meses de pandemia, el Señor sigue enviando ángeles
para consolar nuestra soledad y repetirnos: “Yo estoy contigo todos los días”.
Esto te lo dice a ti, me lo dice a mí, a todos. Este es el sentido de esta
Jornada que he querido celebrar por primera vez precisamente este año, después
de un largo aislamiento y una reanudación todavía lenta de la vida social. ¡Que
cada abuelo, cada anciano, cada abuela, cada persona mayor —sobre todo los que
están más solos— reciba la visita de un ángel!
A veces tendrán el rostro
de nuestros nietos, otras veces el rostro de familiares, de amigos de toda la
vida o de personas que hemos conocido durante este momento difícil. En este
tiempo hemos aprendido a comprender lo importante que son los abrazos y las
visitas para cada uno de nosotros, ¡y cómo me entristece que en algunos lugares
esto todavía no sea posible!
Sin embargo, el Señor también
nos envía sus mensajeros a través de la Palabra de Dios, que nunca deja que
falte en nuestras vidas. Leamos una página del Evangelio cada día, recemos con
los Salmos, leamos los Profetas. Nos conmoverá la fidelidad del Señor. La
Escritura también nos ayudará a comprender lo que el Señor nos pide hoy para
nuestra vida. Porque envía obreros a su viña a todas las horas del día (cf. Mt
20,1-16), y en cada etapa de la vida. Yo mismo puedo testimoniar que recibí la
llamada a ser Obispo de Roma cuando había llegado, por así decirlo, a la edad
de la jubilación, y ya me imaginaba que no podría hacer mucho más. El Señor
está siempre cerca de nosotros —siempre— con nuevas invitaciones, con nuevas
palabras, con su consuelo, pero siempre está cerca de nosotros. Ustedes saben
que el Señor es eterno y que nunca se jubila. Nunca.
En el Evangelio de Mateo,
Jesús dice a los Apóstoles: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis
discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado» (28,19-20).
Estas palabras se dirigen también hoy a nosotros y nos ayudan a comprender
mejor que nuestra vocación es la de custodiar las raíces, transmitir la fe a
los jóvenes y cuidar a los pequeños. Escuchen bien: ¿cuál es nuestra vocación
hoy, a nuestra edad? Custodiar las raíces, transmitir la fe a los jóvenes y
cuidar de los pequeños. No lo olviden.
No importa la edad que
tengas, si sigues trabajando o no, si estás solo o tienes una familia, si te
convertiste en abuela o abuelo de joven o de mayor, si sigues siendo
independiente o necesitas ayuda, porque no hay edad en la que puedas retirarte
de la tarea de anunciar el Evangelio, de la tarea de transmitir las tradiciones
a los nietos. Es necesario ponerse en marcha y, sobre todo, salir de uno mismo
para emprender algo nuevo.
Hay, por tanto, una
vocación renovada también para ti en un momento crucial de la historia. Te
preguntarás: pero, ¿cómo es posible? Mis energías se están agotando y no creo
que pueda hacer mucho más. ¿Cómo puedo empezar a comportarme de forma diferente
cuando la costumbre se ha convertido en la norma de mi existencia? ¿Cómo puedo
dedicarme a los más pobres cuando tengo ya muchas preocupaciones por mi
familia? ¿Cómo puedo ampliar la mirada si ni siquiera se me permite salir de la
residencia donde vivo? ¿No ya es mi soledad una carga demasiado pesada? Cuántos
de ustedes se hacen esta pregunta: mi soledad, ¿no es una piedra demasiado
pesada? El mismo Jesús escuchó una pregunta de este tipo a Nicodemo, que le
preguntó: «¿Cómo puede un hombre volver a nacer cuando ya es viejo?» (Jn 3,4).
Esto puede ocurrir, responde el Señor, abriendo el propio corazón a la obra del
Espíritu Santo, que sopla donde quiere. El Espíritu Santo, con esa libertad que
tiene, va a todas partes y hace lo que quiere.
Como he repetido en varias
ocasiones, de la crisis en la que se encuentra el mundo no saldremos iguales,
saldremos mejores o peores. Y «ojalá no se trate de otro episodio severo de la
historia del que no hayamos sido capaces de aprender —¡nosotros somos duros de
mollera!— Ojalá no nos olvidemos de los ancianos que murieron por falta de
respiradores […]. Ojalá que tanto dolor no sea inútil, que demos un salto hacia
una forma nueva de vida y descubramos definitivamente que nos necesitamos y nos
debemos los unos a los otros, para que la humanidad renazca» (Carta enc.
Fratelli tutti, 35). Nadie se salva solo. Estamos en deuda unos con otros.
En esta perspectiva, quiero
decirte que eres necesario para construir, en fraternidad y amistad social, el
mundo de mañana: el mundo en el que viviremos —nosotros, y nuestros hijos y
nietos— cuando la tormenta se haya calmado. Todos «somos parte activa en la
rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas» (ibíd., 77). Entre los
diversos pilares que deberán sostener esta nueva construcción hay tres que tú,
mejor que otros, puedes ayudar a colocar. Tres pilares: los sueños, la memoria
y la oración. La cercanía del Señor dará la fuerza para emprender un nuevo
camino incluso a los más frágiles de entre nosotros, por los caminos de los
sueños, de la memoria y de la oración.
El profeta Joel pronunció
en una ocasión esta promesa: «Sus ancianos tendrán sueños, y sus jóvenes,
visiones» (3,1). El futuro del mundo reside en esta alianza entre los jóvenes y
los mayores. ¿Quiénes, si no los jóvenes, pueden tomar los sueños de los
mayores y llevarlos adelante? Pero para ello es necesario seguir soñando: en
nuestros sueños de justicia, de paz y de solidaridad está la posibilidad de que
nuestros jóvenes tengan nuevas visiones, y juntos podamos construir el futuro.
Es necesario que tú también des testimonio de que es posible salir renovado de
una experiencia difícil. Y estoy seguro de que no será la única, porque habrás
tenido muchas en tu vida, y has conseguido salir de ellas. Aprende también de
aquella experiencia para salir ahora de esta.
Los sueños, por eso, están
entrelazados con la memoria. Pienso en lo importante que es el doloroso
recuerdo de la guerra y en lo mucho que las nuevas generaciones pueden aprender
de él sobre el valor de la paz. Y eres tú quien lo transmite, al haber vivido
el dolor de las guerras. Recordar es una verdadera misión para toda persona
mayor: la memoria, y llevar la memoria a los demás. Edith Bruck, que sobrevivió
a la tragedia de la Shoah, dijo que «incluso iluminar una sola conciencia vale
el esfuerzo y el dolor de mantener vivo el recuerdo de lo que ha sido —y
continúa—. Para mí, la memoria es vivir».[3] También pienso en mis abuelos y en
los que entre ustedes tuvieron que emigrar y saben lo duro que es dejar el
hogar, como hacen todavía hoy tantos en busca de un futuro. Algunos de ellos,
tal vez, los tenemos a nuestro lado y nos cuidan. Esta memoria puede ayudar a
construir un mundo más humano, más acogedor. Pero sin la memoria no se puede
construir; sin cimientos nunca construirás una casa. Nunca. Y los cimientos de
la vida son la memoria.
Por último, la oración.
Como dijo una vez mi predecesor, el Papa Benedicto, santo anciano que continúa
rezando y trabajando por la Iglesia: «La oración de los ancianos puede proteger
al mundo, ayudándole tal vez de manera más incisiva que la solicitud de
muchos».[4] Esto lo dijo casi al final de su pontificado en 2012. Es hermoso.
Tu oración es un recurso muy valioso: es un pulmón del que la Iglesia y el
mundo no pueden privarse (cf. Exhort. apost. Evangelii gaudium, 262). Sobre
todo en este momento difícil para la humanidad, mientras atravesamos, todos en
la misma barca, el mar tormentoso de la pandemia, tu intercesión por el mundo y
por la Iglesia no es en vano, sino que indica a todos la serena confianza de un
lugar de llegada.
Querida abuela, querido
abuelo, al concluir este mensaje quisiera señalarte también el ejemplo del
beato —y próximamente santo— Carlos de Foucauld. Vivió como ermitaño en Argelia
y en ese contexto periférico dio testimonio de «sus deseos de sentir a
cualquier ser humano como un hermano» (Carta enc. Fratelli tutti, 287). Su
historia muestra cómo es posible, incluso en la soledad del propio desierto,
interceder por los pobres del mundo entero y convertirse verdaderamente en un
hermano y una hermana universal.
Pido al Señor que, gracias
también a su ejemplo, cada uno de nosotros ensanche su corazón y lo haga
sensible a los sufrimientos de los más pequeños, y capaz de interceder por
ellos. Que cada uno de nosotros aprenda a repetir a todos, y especialmente a
los más jóvenes, esas palabras de consuelo que hoy hemos oído dirigidas a
nosotros: “Yo estoy contigo todos los días”. Adelante y ánimo. Que el Señor los
bendiga.
Roma, San Juan de Letrán,
31 de mayo, fiesta de la Visitación de la B.V. María
FRANCISCO
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[1] El episodio se narra en
el Protoevangelio de Santiago.
[2] Se trata de la imagen
elegida como logotipo de la Jornada Mundial de los Abuelos y de las Personas
Mayores.
[3] Cf. La memoria è vita,
la scrittura è respiro: L’Osservatore Romano (26 enero 2021).
[4] Cf. Visita a la
Casa-Familia “Viva los ancianos” (2 noviembre 2012).