"Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos"
"Si te hace caso, has salvado a tu hermano" (Mt 18, 15-20)
De mi infancia no recuerdo nada tan abiertamente como la ventana a la que me asomaba cada mañana para ver el mundo. El mundo se abría ante mí concentrado en las ventanas y tejados de las viviendas que se podían ver desde la mía. Tras cada ventana imaginaba yo otras vidas y la misma luz iluminandolas de noche o el mismo aire corriendo por el día entre nosotros. Yo no sabía más que lo que estaba viendo mientras lo miraba, atento a cada esquina, cristal, altura en la distancia...Yo no veía más que lo que estaba a la vista de la manera que mi propia posición lo permitía.
Fue así como llegué a tomar conciencia de mi punto de vista. Lo que no podía ver me lo imaginaba o preguntaba, más bien, cómo sería: diferente y semejante a la vez, familiar y extraño, sencillo y complicado. Desde mi propio mundo me asomaba al mundo común; desde mi vergel veía el desierto, ancho y expuesto al espejismo, a la noche fría y despierta a los misterios. Si yo hubiera vivido en cualquiera otra de las viviendas que rodeaban la mía, habría visto el mundo desde otra ventana. Si yo fuera el vecino de enfrente o el de la esquina gozaría de otro punto de vista diferente. Pero yo era yo y mi ventana abierta al mundo era precisamente la mía.
Tardé muchos años en hacer un descubrimiento transcendental. Mi ventana no se abría a la calle, por lo que yo no podía verla desde fuera cada vez que salía de mi casa. Mi ventana se abría al patio del instituto donde yo soñaba con estudiar cuando fuera mayor. Por eso, el día de mi entrada en el instituto fue el primero en que pude ver mi ventana desde fuera. Ése fue, para mí, el día de un gran descubrimiento. Por primera vez, desde el patio del instituto, pude contemplar mi ventana a lo lejos. Aún recuerdo la impresión de aquel momento. Me extrañó ver mi ventana tan pequeña, una más entre otras muchas, solo eso.
"Si tu hermano peca contra ti, reprendelo", enseña el evangelio. Si peca contra ti, es decir, si pretende que veas las cosas tal como él las ve desde su ventana. Porque en la raíz del pecado no se encuentra sino esta loca pretensión: que el mundo sea tal como lo veo yo desde mi ventana. Si es tal como yo lo veo y lo imagino, será entonces tal como yo quiero que sea. El otro ya no será otro sino extensión de mí mismo. No será sujeto sino objeto de interés, de vana compasión o indiferencia. Y yo podré buscarle si me interesa o desdeñarle si no me interesa. El egoísmo será el principio de la ética: en el fondo siempre yo asomado a mi ventana y el mundo entero a mi servicio.
El evangelio enseña, sin embargo, a bajar al patio del instituto, allí donde mi ventana y la tuya son apenas dos ventanas entre tantas. Alli donde no es el mundo común lo que se abre ante nosotros sino tú ante mí, yo ante ti. Allí donde dos se miran a los ojos, el mundo común -tal como yo lo veo, por supuesto- se desmorona. "Si te hace caso..." es decir, si no evita tu mirada, "has salvado a tu hermano". No le has salvado tú. Ha sido él mismo quien se ha salvado por su fe en ti, por su entrega a otra mirada diferente de la que nos entrega el mundo entero cada vez que abrimos la ventana y vemos tantas otras en torno a la nuestra. Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos: ¡transcendental descubrimiento!
Víctor Márquez Pailos.