Sr. Presidente de los Estados Unidos de América:
Le deseo Paz y Bien.
Sería pretencioso que me dirija a Ud. pensando que estas
líneas pudieran ni siquiera llegarle. Pero no. Solo es una manera de sumar mi
voz al clamor universal, de expresar inquietudes que apremian en esta hora
crucial de la humanidad y del planeta, la hora de las amenazas más graves y de
las decisiones más transcendentales.
Ha sido elegido presidente de los EEUU cuando la fe del
mundo en su país ha llegado a lo más bajo y la crisis de la fe en la humanidad
ha llegado a lo más alto. Cuando la Tierra, comunidad de vivientes, se ve
asolada por un sistema sin piedad que impera entre los seres humanos: el poder
absoluto al servicio del bien particular. Cuando el planeta es desgobernado por
las tres mayores potencias –EEUU, China y Rusia, en el orden o desorden que
fuere–, enfrentadas entre sí por el objetivo común que persiguen: dominar. Cuando
África solo importa por las riquezas que ocultan sus tierras. Cuando la
primavera árabe, 10 años después, sigue sin florecer. Cuando crece la extrema
derecha y fundamentalistas de todos los colores toman las calles.
La inmensa mayoría aplaudimos su elección, respiramos
aliviados. Pero la inquietud persiste. Persiste el miedo de que también Ud.
defraude la demanda más universal y la esperanza más noble: que la justicia y
la paz se besen en la Tierra. El temor de que también Ud., al servicio del
mismo sistema reinante, nos traicione como nos traicionó su mentor y predecesor
demócrata en la Casa Blanca: Barack Obama. Ninguna de sus inspiradas palabras
se cumplió. Yes, we can, proclamó, y se lo creímos. Pero se
engañaba o nos engañaba, y a los 8 años el mundo estaba peor, y los
desesperados de su gran país eligieron como presidente al peor candidato de
todos los tiempos, y aún nos turba el terrible interrogante: ¿Qué significa que
un candidato así haya llegado a ser presidente de los EEUU?
A pesar de todo, Sr. Biden, nos felicitamos por las medidas
que, en los 15 días desde su investidura, se ha apresurado en adoptar o
anunciar: la reaceptación del proyecto de dos Estados libres y viables en
Israel-Palestina, el retorno al Acuerdo contra el Cambio Climático, la
legalización de cientos de miles de inmigrantes sin papeles en los EEUU, la
reactivación del acuerdo nuclear con Irán, la paralización de la venta de armas
a Arabia Saudí… Son señales luminosas después de años muy oscuros, no solo de
los cuatro últimos. ¿Serán albores de un amanecer? No lo serán si Ud. se atiene
al principio que inspira a republicanos y demócratas desde siempre: “América
primero”, si se empeña ante todo en que “América sea grande otra vez”, como le
hemos oído estos días, en fortalecer su ejército, en reforzar sus bases
militares, en recuperar el liderazgo mundial, en secundar a Wall Street, en
ganar y conquistar.
Ud. tiene la responsabilidad que corresponde a su poder, que
me siento incapaz de evaluar, como me siento incapaz de medir su voluntad. Una
cosa es cierta: la Tierra ya no puede soportar tanto expolio. La humanidad ya
no puede padecer tanta desigualdad por el interés de los más poderosos,
enemigos del Bien Común. Ninguna persona de bien puede tolerar que las 1000
personas más ricas del planeta, gracias al mercado de valores en auge, hayan
recuperado con creces las pérdidas sufridas al comienzo de la pandemia, que ha
destruido 255 millones de empleos y hundido en la angustia a cientos de
millones de mujeres y hombres. La política ya no puede seguir sometida a los
poderes financieros, que no tienen más patria que el lucro, más frontera que el
beneficio propio. La gobernanza mundial ya no puede seguir dominada por una
economía especulativa al servicio del beneficio particular. La codicia es la
peor de las pandemias y la raíz de todos los males: o acabamos con ella o
acabaremos con todo y con nosotros mismos, como está sucediendo. ¿Pero cómo
acabaremos con ella si no renacemos, es decir, si no descubrimos que somos más
felices compartiendo más y teniendo menos que teniendo más por compartir menos?
¿Y cómo renaceremos?
Ud. profesa la fe en Jesús de Nazaret, y quiero pensar que
él inspira su mirada al mundo, su sensibilidad ante el dolor, sus criterios de
acción política. Jesús, el hombre libre y hermano, el hombre compasivo y feliz,
el hombre humano. Él no profesó la religión cristiana, sino la humanidad libre,
liberada, liberadora, el aliento que mueve el universo y la vida: “El
Espíritu me anima para anunciar la buena noticia a los pobres, para proclamar
la liberación de los cautivos, para libertar a los oprimidos” (Lucas
4,18). El corazón del mundo y del Evangelio proclaman al unísono: “Bienaventurados
los pobres de espíritu: los que miran, sienten, viven del lado de los pobres.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia: de dar a cada uno lo
que necesita. Bienaventurados los misericordiosos: los que saben ponerse en el
lugar del otro. Bienaventurados los que construyen la paz desde la paz
profunda” (Mateo 5,3-9).
He ahí las claves del renacimiento. He ahí el camino para
una humanidad en comunión con todos los vivientes, en la solidaridad de todos
los pueblos hermanos. He ahí el horizonte de una nueva inteligencia de la
realidad, más allá de todo los credos, cultos y códigos: una nueva conciencia
colectiva, una nueva organización planetaria, una nueva civilización,
inseparablemente espiritual y política. Todo se resume en algo muy simple y
universal: nadie –ni individuo ni Estado– será feliz sin el otro ni contra el
otro, sino solo con el otro.
Le saludo respetuosamente.
Aizarna, 31 de enero de 2021
José Arregui.