viernes, 10 de diciembre de 2021

PARTICIPACIÓN ES COMUNION COMUNITARIA Y PERSONAL CON DIOS

 · PARTICIPACIÓN ES COMUNIÓN COMUNITARIA Y PERSONAL CON DIOS

· NO HAY EXPERICIENCIA DEL MINISTERIO DIVINO SIN UNA VISIÓN SAGRADA DE LA VIDA

La liturgia es comunión de las divinas Personas que comparten su mutua unión de amor con nosotros en la celebración del misterio litúrgico, “para ser morada de Dios en el Espíritu” (Ef 2,22).

La participación ha sido el principio directivo de la renovación litúrgica en estos últimos 50 años.

El ideal propuesto por el Concilio Vaticano II fue de una participación plena, consciente y fructuosa. Sin embargo, el “acostumbrarse” al rito, y otras simplificaciones de este ideal, puede reducirlo a una expresión individualista de participación externa.

En términos generales, podemos observar en la práctica pastoral dos modos de participación litúrgica: la contemplativa – vivir en lo más intimo de la persona la belleza inefable del misterio transcendente en el acontecimiento ritual.

La activa – la escucha atenta y repuesta personal y comunitaria en el dialogo de la acción sagrada. Para ser auténtica, ambos modos de participación orante requieren del Espíritu de Dios, e implican una actitud personal de conversión al misterio de Cristo celebrado.

Obviamente, la Liturgia es participación activa (escuchar y responder); sin embargo, a veces se ha enfatizado exageradamente el “hacer” dentro de la celebración. Lo cual no deja espacios de silencio interior y exterior, para resuenen la Palabra y el misterio de nuestra alma. La escucha atenta y reverente es ya participación.

La vida de comunión con el misterio que se celebra, por consiguiente, será siempre el  alma del culto “en espíritu y verdad”.

Nuestro sentido de participación debiera llevarnos intencionalmente a un encuentro de experiencia profunda y personal.  

NO HAY EXPERIENCIA DEL MISTERIO DIVINO SIN UNA VISION SAGRADA DE LA VIDA

La visión de transcendencia es innata en el ser humano ya que el misterio de Dios penetra toda la realidad. No comprendemos este misterio, pero lo intuimos, pues vivimos en él y por él existimos.

El sentido de lo sagrado es condición indispensable y presupuesto básico para la participación en el culto.

Como solía decir el papa Benedicto XVI, “el mundo occidental vive como si Dios no existiera”. Detrás de una crisis de participación litúrgica, hay una crisis social y cultural que condiciona la visión de la fe. El secularismo es el cáncer de la sacramentalidad original que yace en el corazón de la humanidad; “ha relegado la fe cristiana al margen de la existencia” (SaCa 77).

La Liturgia sigue siendo el vehículo por excelencia para preservar el y potenciar el sentido de lo sagrado.

Por el contrario, una acomodación utilitarista o reducción secularista, lleva a la desafección y abandono de la misma vida litúrgica.

La liturgia es el medio extraordinario  de transmitir de modo convincente esos valores e ideales bíblicos y cristianos que encarna y proclama. Medio también de permeabilizar las culturas hasta sus mismas raíces.

La liturgia y los sacramentos están enraizados en esta experiencia del misterio que impregna la totalidad de la vida.

Recuperar la visión de transcendencia, y un fuerte sentido de la esperanza pascual, son esenciales para contrarrestar la aversión generalizada al sentido sacramental de nuestra sociedad. Por lo tanto, necesitamos educar el sentido religioso para recuperar la vivencia profunda del sentido de lo sagrado en la Liturgia, y desde ella misma, como el mejor sentido contra el secularismo. Ya que la liturgia cristiana presupones esta realidad de la visión sagrada.

“Lo que se celebra visiblemente se entiende vitalmente en Cristo” (San Agustín, Serm 10,2: PL 38,93).

CRISTO, CENTRO Y VIDA DE LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA

La pasión de amor que Cristo nos manifestó en su Sagrada Cena se perpetúa en cada asamblea litúrgica. Es la misma pasión por la Eucaristía que vivieron y nos transmitieron generaciones de fieles. Una profunda espiritualidad de comunión personal con Cristo nos puede guiar por el camino para crecer en esta pasión de amor. Realmente, la Iglesia vive de la Eucaristía.

La queja más común respecto a la Reforma litúrgica de estos últimos cincuenta años, ha sido la pérdida, o desestima, del sentido de lo sagrado y del misterio, de la transcendencia y de la santidad. Como afirma la Constitución sobre Liturgia, “Toda celebración litúrgica es una acción sagrada” (SC 7) “Fuente inagotable de santidad” (Ecclesia de Eucaristía, 10). Ya que nuestra participación en el misterio trinitario y redentor nos hace conscientes de la presencia de lo divino: “pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial…donde Cristo está sentado a la diestra de Dios” (SC 8). Por lo general, el nuevo estilo celebrativo ha sido universalmente aceptado; ahora aspiramos a los mejores ideales que caracterizaron la Liturgia católica y dimensión estética de la Liturgia.

La exhortación apostólica del papa Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, es un documento básico de renovación y evangelización necesarias para el futuro. El Papa nos invita a profundizar y vivir más intensamente este misterio. Nos da una clave esencial: toda forma de santidad tiene su origen en la Eucaristía y todos nosotros estamos llamados a su plenitud. Necesitamos un nuevo impulso y fervor para progresar en la comprensión de la hondura teológica de la Eucaristía corazón de nuestra identidad católica, hacia la meta marcada por Sacramentum Caritatis.

Las pautas concretas que ofrece el documento del papa Benedicto podrían reducirse a tres temas: Espiritualidad eucarística, formación catequética y los frutos  de esta formación.

En concreto, una espiritualidad eucarística como forma de la existencia cristiana.

En cuanto a la formación catequética, como conocimiento de las verdades básicas sobre la Eucaristía, las riquezas de su estructura celebrativa, y en particular la Plegaria eucarística, acrecienta nuestro amor por la Eucarsitía. Los frutos son bien conocidos, pues una mayor conciencia y amor por la Eucaristía llevan a una participación más comprometida con la vida eclesial y nuestra tarea de su misión en el mundo.

En el centro de la celebración está la mediación del Dios trinitario en la presencia del Logo de nuevo encarnado y resucitado mediante el Memorial. El celebrante, humilde servidor, está llamado a reflejar la presencia de esta actividad divina. Él no se presenta a si mismo, sino que ha sido elegido para representar la actuación sacerdotal de Cristo en nombre de la Iglesia.

El poder y don de esta acción divina, que supera cualquier otra en la Iglesia, viene de Dios y a Dios glorifican. Su centro y corazón fluyen del Cristo pascual, del que proviene la eficacia de cualquier acción litúrgica.

De nuevo, el sacerdote no puede representar a Cristo por su virtuosidad y personalidad dominante, sino más bien actúa en persona de Cristo como cabeza por su actitud orante en gestos y palabras. Esta actitud de humilde servicio requiere mucha virtud y disciplina. Ya que su función ministerial es ser transparencia de la presencia del Logos, el eterno sacerdote y el único protagonista. El sacerdote no se celebra a sí mismo, se coloca por tanto en un segundo plano, como su instrumento y servidor de la acción litúrgica en nombre de la Iglesia. Como afirma san Juan Crisóstomo, “el sacerdote asiste llenando la figura de Cristo, pronunciando aquellas palabras, pero la virtud y la gracias es de Dios” (La traición de judas, 1,6)

La liturgia es obra de la Santísima Trinidad, de cuyo protagonismo debe ser consciente la comunidad celebrante bajo la presidencia del sacerdote. Esta actividad divina y la centralidad de Cristo es una de las mayores aportaciones de la Constitución sobre la Liturgia. Considera la liturgia como “ejercicio del sacerdocio de Jesucristo”. (SC7), y del cuerpo de la iglesia.

El sacerdote que preside no está en el centro de la celebración, ni es su protagonista; así, debe celebrar con honor, humildad y adoración en la persona de Cristo como cabeza. Él es la piedra angular que debe conformar nuestra participación real y efectiva.

La contemplación y la adoración son dimensiones esenciales de la vivencia litúrgica. No podríamos promover el sentido de transcendencia, y profundizar la espiritualidad deseada de una vivencia cristocéntrica, sin una atmosfera contemplativa y de adoración en nuestras celebraciones.

Para concluir podemos aplicar el principio fundamental de la Regla de san Benito “nada se anteponga a la obra de Dios”

En la vida de muchos santos a través de los tiempos aparece esta visión integral de la espiritualidad eucarística.

Todos los aspectos de la vida cristiana, en concreto celebración y santificación de vida, forman una unidad espiritual. El Concilio Vaticano II lo afirma repetidamente, como meta última de Liturgia “glorificación de Dios y santificación de la humanidad”.

Nuestra participación en la Santa Misa “exige de nosotros una total entrega del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos, le gustamos”.