miércoles, 5 de febrero de 2020

Sobre lo Divino


     Hemos separado laicalmente a Dios del mundo, incluso lo hemos contrapuesto en un dualismo de tipo maniqueo. Pero al mismo tiempo hemos manipulado clericalmente a Dios o al menos a su nombre, usándolo en vano o vanamente. La verdad es que Dios se ha retirado invisiblemente ante nuestra pretensión de ser dioses en lugar del Dios, lo que no estaría mal si fuera posible y plausible y no una quimera que echa meramente humo. Entre Dios y el hombre hay hoy una escisión o fractura que nos pasará factura, por cuanto resulta insostenible e insalvable tal y como se presenta.

      Por eso proponemos aquí recuperar, más acá del nombre de Dios, su adjetivo “divino”, como una cualidad o calificación de la realidad natural o cultural, humana y extrahumana. Lo divino atañe a una persona o a una situación, a una obra de arte o a una vianda o bebida espirituosa, especialmente a la experiencia estética o religiosa, así como a la vivencia de la belleza y la bondad. Lo divino atañe al sentido de lo sublime como sublimación o trasfiguración, elevación y metamorfosis de nuestra realidad en su evolución. Una evolución que va de la materia al espíritu, pasando por la mediación anímica o del alma como ámbito más propio y propicio del amor y su afección o afecto.

     Porque lo divino comparece específicamente en el amor, lo sabe todo el mundo y es un secreto a voces por pudor, y también por temor al desamor, así que comparece como algo sagrado aunque a menudo degradado. Ya Sócrates y Platón consideran el amor como divino con algún reparo, ya que es una especie de duende semidivino y revoltoso, simbolizado por el niño Cupido; por ello el amor es la deconstrucción y reconstrucción del mundo. Será el cristianismo el que radicalice lo divino como amor y el amor como divino, al menos si involucra o incluye la caridad, tal y como se muestra en la figura divina de Jesús de Nazaret. En donde su divinidad resplandece en su humanidad, cuando resume o condensa la fe y la esperanza humanas en el amor de compasión por el otro; pues el amor radical al otro significa ya creer y esperar en la otredad radical. De este modo, la idea platónica del bien o bondad se encarna en el Dios cristiano de Jesús.

     El amor es una esfera inmanente o humana pero trascendente o divina, por cuanto remediadora de nuestra finitud abierta al infinito. El tiempo del amor se abre al espacio de la eternidad, elevando el cuerpo sensual al espíritu celeste a través del alma afectiva. Por eso el amor simboliza el cielo de nuestra felicidad encarnada dolorosa o dolosamente en la tierra, la apertura no hacia abajo de signo nihilista, sino hacia el horizonte del sentido en cuanto destilación o sutilización de lo sentido. Esta operación simbólica o alquímica requiere una vivencia estética o religiosa, en todo caso amorosa. Se trata de una experiencia que no detiene el tiempo, sino que lo contiene extática o místicamente, salvaguardándolo morosa y amorosamente. Yo diría que en esta situación-límite se da un intento de redimir o salvar a nuestros propios démones o pasiones, así traspuestos simbólicamente, al modo como la pasión, padecimiento o sufrimiento nos hace supurar y superar lo sentido en el sentido.

     El simbolismo nos abre el horizonte de lo divino a través del sentido del amor explícito o implícito. Lo sabemos bien en su contraposición al infierno cohabitado por el odio y el desamor, un odio demoníaco que atenta contra lo divino y su humanidad o humanización. Porque el amor es religador e implicativo, mientras que el odio es desligador y disolutor. El mismísimo André Gide se dio buena cuenta de ello cuando promulgó su religión siquiera laical del amor así: no distingas a Dios de la felicidad. Pues esa distinción resulta peligrosa para nuestra psique humana, y en esta peligrosidad está recayendo errónea e infelizmente el hombre contemporáneo.

Andrés Ortiz Osés, teólogo.