Hemos separado laicalmente a Dios del mundo, incluso lo
hemos contrapuesto en un dualismo de tipo maniqueo. Pero al mismo tiempo hemos
manipulado clericalmente a Dios o al menos a su nombre, usándolo en vano o
vanamente. La verdad es que Dios se ha retirado invisiblemente ante nuestra
pretensión de ser dioses en lugar del Dios, lo que no estaría mal si fuera
posible y plausible y no una quimera que echa meramente humo. Entre Dios y el
hombre hay hoy una escisión o fractura que nos pasará factura, por cuanto
resulta insostenible e insalvable tal y como se presenta.
Porque lo divino
comparece específicamente en el amor, lo sabe todo el mundo y es un secreto a
voces por pudor, y también por temor al desamor, así que comparece como algo
sagrado aunque a menudo degradado. Ya Sócrates y Platón consideran el amor como
divino con algún reparo, ya que es una especie de duende semidivino y
revoltoso, simbolizado por el niño Cupido; por ello el amor es la
deconstrucción y reconstrucción del mundo. Será el cristianismo el que
radicalice lo divino como amor y el amor como divino, al menos si involucra o
incluye la caridad, tal y como se muestra en la figura divina de Jesús de
Nazaret. En donde su divinidad resplandece en su humanidad, cuando resume o
condensa la fe y la esperanza humanas en el amor de compasión por el otro; pues
el amor radical al otro significa ya creer y esperar en la otredad radical. De
este modo, la idea platónica del bien o bondad se encarna en el Dios cristiano
de Jesús.
El amor es una
esfera inmanente o humana pero trascendente o divina, por cuanto remediadora de
nuestra finitud abierta al infinito. El tiempo del amor se abre al espacio de
la eternidad, elevando el cuerpo sensual al espíritu celeste a través del alma
afectiva. Por eso el amor simboliza el cielo de nuestra felicidad encarnada
dolorosa o dolosamente en la tierra, la apertura no hacia abajo de signo nihilista,
sino hacia el horizonte del sentido en cuanto destilación o sutilización de lo
sentido. Esta operación simbólica o alquímica requiere una vivencia estética o
religiosa, en todo caso amorosa. Se trata de una experiencia que no detiene el
tiempo, sino que lo contiene extática o místicamente, salvaguardándolo morosa y
amorosamente. Yo diría que en esta situación-límite se da un intento de redimir
o salvar a nuestros propios démones o pasiones, así traspuestos simbólicamente,
al modo como la pasión, padecimiento o sufrimiento nos hace supurar y superar
lo sentido en el sentido.
El simbolismo nos
abre el horizonte de lo divino a través del sentido del amor explícito o
implícito. Lo sabemos bien en su contraposición al infierno cohabitado por el
odio y el desamor, un odio demoníaco que atenta contra lo divino y su humanidad
o humanización. Porque el amor es religador e implicativo, mientras que el odio
es desligador y disolutor. El mismísimo André Gide se dio buena cuenta de ello
cuando promulgó su religión siquiera laical del amor así: no distingas a Dios
de la felicidad. Pues esa distinción resulta peligrosa para nuestra psique
humana, y en esta peligrosidad está recayendo errónea e infelizmente el hombre
contemporáneo.
Andrés Ortiz Osés, teólogo.