Hojeando un libro de José Arregui, Jesús siglo XXI, vemos lo que el autor
afirma sobre el concepto de Reino de Dios: “Significa que la justicia, la paz y
el amor reinan entre los hombres y en la naturaleza. He ahí lo que esperaba y
anunciaba Jesús”. El mismo cita un pasaje de Schillebeeckx: “El Reino de Dios
es un mundo nuevo en el que el sufrimiento ha sido abolido, un mundo de hombres
salvados que conviven bajo el impulso de la paz y en ausencia de toda relación
amo-esclavo”.
Seguramente se
pueden rastrear citas de muchos teólogos que se manifiestan en el mismo
sentido. Lo que llama la atención es que ninguno de ellos repare en que ese
mundo no existe ni probablemente vaya a existir nunca. Y sin embargo los
cristianos han leído y proclamado y aceptado las palabras de Jesús: “El tiempo
se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca” (Mc 1,5), “el Reino de Dios está
en medio de vosotros” (Lc 17,20) y han creído que ese Reino se instauraba
precisamente con la llegada del Nazareno.
No hace falta
recordar que, aparte de algunas curaciones atribuidas a El, tras la venida de
Jesús el mundo siguió su curso. No hubo ninguna transformación radical, no
acaeció ningún corte en la historia de los humanos. Las cosas siguieron como
siguen las cosas en la historia. Parecería, pues, que hay que dar la razón a
Loisy y a su en su conocido diagnóstico: “Jesús predicó el Reino de Dios y vino
la Iglesia”.
Creyente en
las palabras de Jesús, no tengo más remedio que buscar otro significado para su
anuncio del Reino, si es que quiero, sin que la realidad me desmienta cada día,
seguir adhiriéndome a él.
En la
tradición bíblica el mundo creado por Dios es un mundo profano. La creación
significa que Dios es capaz de construir algo fuera de sí, algo distinto de Él
y que, en consecuencia, ya no es divino. Un universo bueno para los ojos de su
creador. Eso significa que hay en él suficientes raíces de bondad como para que
los humanos puedan disfrutarlo, organizarlo, construirlo, ponerlo a su
servicio. Pero se trata de una tradición realista, que tiene en cuenta que
también el mal se ha derramado en el mundo. A lo largo de los siglos los
humanos se esforzarán en buscar un horizonte, un final reconciliado, un mundo
nuevo. Hoy sabemos del fracaso de esos intentos.
¿Qué es, pues,
el Reino de Dios? Es la presencia y la promesa que se encierran en todos los
acontecimientos. La venida de Jesús sí marca una cesura. Es la que se produce
cuando, derramando el Espíritu, da una dimensión trascendente a la realidad
histórica. Cada gesto humano de fraternidad, de ayuda, de compañía, de
justicia, de solidaridad, de creación de bienestar está habitado por el
Espíritu y es una realidad y una promesa de vida eterna, de una vida después de
la vida.
El Reino de
Dios afecta, pues, a todos los seres humanos, pero es perceptible únicamente
para los espíritus contemplativos. El Vaticano II acuñó un concepto caro a Juan
XXIII, el de los signos de los tiempos y encomendó a la Iglesia la tarea de irlos
leyendo. No quería que cayera en el reproche de Jesús: “¿teniendo ojos no veis
y teniendo oídos no oís?” (Mc 8,18)
¿Quiere esto
decir que no pueden suscribirse las frases que encabezan este artículo? Ese
supuesto Reino de paz, de justicia de fraternidad ¿no existe? En nuestra
historia no hay situaciones de paz sin enemistades ni de justicia sin
exclusiones ni de fraternidad sin tensiones. Pero por otra parte donde hay paz,
justicia, fraternidad, allí está el Reino de Dios para quien sabe leerlo,
gozarlo y esperarlo. De ahí los
esfuerzos necesarios, siempre precarios, para instaurar esos momentos y las
estructuras que los hagan posibles. La teología de la liberación lo vio
claramente.
Vivimos en un
mundo que se esfuerza, con muchos fracasos pero una y otra vez, en construir
una paz y una justicia siempre amenazadas.
Para el creyente ese mundo es una parábola de Dios. El Reino de Dios
está en medio de nosotros.
Carlos F. Barberá.