Solo Dios es grande, pero el hombre no le reconoce su grandeza ni el derecho a ocupar un puesto en la sociedad. En el mundo no hay espacio para Dios. Por ello el Creador llama a la puerta del hombre, pidiendo hospedarse en su casa. Este es derecho al que el autor del universo tiene legitimidad plena, pero no basta tener derechos: para poder disfrutar de ellos, es necesario que se nos reconozcan legítimamente.
Y ahí el problema de la historia en estos días. Para Dios no
hay cabida en la vida social, ni familiar. El hombre se declara autónomo pleno
y hasta a Dios le cierra las puertas. Es una reivindicación infundada y
perniciosa. Una sociedad sin divinidad es una entidad sin base ni fundamento.
Un edificio sin cimientos no tiene consistencia ni pervivencia, ni utilidad al
hombre, en función del cual se ha construido. Urge reconstruirlo de nuevo y
edificarlo sobre base sólida, reconociendo los planes del creador y las
necesidades del hombre, en función del cual ha sido pensada la vida social de
los humanos.
El hombre es un sujeto de derechos, pero sus derechos son vicarios,
y su vicariedad es inseparable de la estructuración de la convivencia humana.
Marginarles de esta realidad congénita, es antihumano e irracional, que merece
la calificación de suicidio social. El cometido del hombre no es el suicidio
individual y menos el suicidio social. Es duro tener que reconocerlo, pero ésta
es la fatal situación de nuestra sociedad. Estamos fomentando la cultura de la
muerte, a todos los niveles: la cultura de la muerte conyugal, con el divorcio
injustificado; la cultura de la muerte familiar con la desestructuración del
hogar natural; la cultura de la muerte internacional, convirtiendo las
fronteras regionales en escenarios de luchas fratricidas… El hombre pasó de ser
un miembro de convivencia social, a ser un depredador para todo el que vive a
su lado. Si el mundo es una jauría de lobos para el hombre, lo normal es que
este mundo no nos guste, pero la postura correcta de un cristiano no es
condenar al mundo, sino corregir el comportamiento de los hombres.
El día en que tú y yo seamos buenos, ya no todo el mundo
será malo. Pero al tratamiento corrector debe preceder un diagnóstico acertado.
Debemos de conocernos a nosotros mismos examinándonos por dentro y por fuera, y
antes por dentro que por fuera, porque nuestro amor propio condiciona nuestros
juicios. Para evitar este riesgo, es necesario salir de la superficialidad y
someterse a un examen nutricional, no vaya a suceder que nuestro organismo
tenga algún miembro vital afectado por alguna lesión que esté poniendo en
peligro nuestra vida cristiana.
Para mí el vivir es Cristo, decía San Pablo. Si Cristo no
está en mi vida, mi vida está muerta, y mi hacer cristiano también. Dios es el
creador del Cielo y de la tierra. El mundo, como todo lo que Dios ha hecho, es
radicalmente bueno. Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda ser
Dios. Dios es el “benevolente”; el “benedicente” y el “benefaciente”. Dios es
el Salvador del mundo y nosotros somos sus colaboradores, y tenemos que
capacitarnos para poder cumplir nuestro cometido.
No olvidemos que un mundo sin Dios es un mundo empobrecido.
Y el hombre de hoy padece este empobrecimiento porque rechaza a Dios. Y Dios,
morador del cielo, quiere morar también en el mundo, y llama a la puerta del
hombre, pidiendo asilo, pero el hombre se hace el sordo, y no le abre. Es más,
el mismo Dios nos pide a los cristianos que seamos apóstoles de nuestros
hermanos. Pero como nadie puede dar aquello de lo que él carece, nos urge
llenarnos nosotros de Dios, para que contagiemos de fe a todos los que pasan a
nuestro lado, recorriendo los caminos de la tierra. Vayamos a las fuentes de la
gracia: dialoguemos con el Señor en un clima de oración humilde; frecuentemos
la vida sacramental, y así avituallados con perfume de divinidad, contribuyamos
a que esta sociedad en la que no hay espacio para Dios, se impregne de fe y de
buenas costumbres, ya que ésta es nuestra misión en la Iglesia.
Indalecio Gómez Varela
Canónigo de la Catedral de Lugo