La palabra «adviento» significa «venida», y la utilizaban los paganos para expresar la venida periódica de las divinidades que, de cuando en cuando, se hacían presentes en el templo, que para ellos era un lugar sagrado. En el léxico coloquial, lo utilizaban también para recibir al emperador, al cual consideraban como un ser divino.
En el
lenguaje cristiano, en un principio, se llamó «adviento» a la última venida del
Señor, juez de vivos y muertos; pero al establecerse la fiesta de navidad,
empezó a llamarse «adviento» al tiempo que precede al nacimiento de Jesús en
Belén. Y desde entonces, hubo como un desdoblamiento del Adviento: uno de
preparación para la Navidad, y otro de preparación para la Pascua. El primero
se caracteriza por su ambiente de oración y esperanza, y conserva el nombre de
«adviento litúrgico». Y el segundo se caracteriza por un clima de conversión y
de penitencia, y se denomina «cuaresma».
En estos
momentos nos referimos al Adviento litúrgico, qué implica «espera y
compromiso». Vivimos en «esperanza», porque el mundo aún no se ha concienciado
plenamente de la venida redentora del Mesías, y súplica que su misión redentora
no se haga esperar. Nuestra súplica es gozosa y temerosa. Gozosa, porque la
encarnación del Hijo de Dios es portadora de salvación para todos y, a la vez,
es comprometedora para nosotros, porque la redención no es impositiva, sino
oferta amorosa y martirial por parte del Señor y debe ser acogida y agradecida
por nuestra parte. A este respecto puede servirnos de ejemplaridad el
comportamiento de los pastores, los cuales, informados del nacimiento de Jesús,
acudieron a ofrecerles sus dones, y también la actitud de los Magos, que
acudieron presurosos a adorar al Hijo de Dios, que acababa de pisar tierra.
El Adviento
debe de vivirse en clima de esperanza, porque nos advierte que se acerca
nuestra liberación. La esperanza mira un futuro halagüeño. El temor también
mira a un futuro, pero indeseable. El Adviento mira a un futuro grandemente
deseado: la venida del Salvador. La esperanza de Adviento es gozosa: las
promesas del Señor están a punto de cumplirse. Y esto nos causa inmenso gozo.
Pero es también esperanza responsable, porque el Salvador llama a nuestra
puerta con la ilusión de que nosotros le permitamos entrar. Esta es nuestra
responsabilidad. De nosotros depende que Jesucristo pueda entrar en nuestras
vidas o que tenga que pasar de largo. Para sortear este riesgo, el Papa San
Juan Pablo II, nos repetía con voz vibrante y corazón enardecido: «Abrid las
puertas a Cristo». Estemos pues, vigilantes para que «entre» tan pronto venga y
llame. El Precursor prestó un magnifico servicio al plan salvífico del Mesías:
primero preparó al pueblo para que le reconociera y lo recibiera, y después lo
señalo ya presente entre los hombres. Tomemos ejemplo y escuchemos a este buen
pregonero. Celebremos con gozo la próxima llegada del Mesías y preparemos los
caminos para que su salvación irrumpa con fuerza en todos los ambientes de nuestro
pobre mundo.
Solo entonces
será Navidad.
Indalecio
Gómez Varela
Canónigo de
la Catedral de Lugo