El Papa Francisco presidió la Misa del funeral del Papa Emérito Benedicto XVI este 5 de enero en la plaza San Pedro del Vaticano ante miles de fieles procedentes de diferentes partes del mundo.
“Benedicto, fiel amigo del
Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz”,
dijo el Santo Padre.
Texto completo de
la homilía del Papa
«Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu» (Lc 23,46). Son las últimas palabras que el Señor pronunció en la
cruz; su último suspiro —podríamos decir— capaz de confirmar lo que selló toda
su vida: un continuo entregarse en las manos de su Padre. Manos de perdón y de
compasión, de curación y de misericordia, manos de unción y bendición que lo
impulsaron a entregarse también en las manos de sus hermanos.
El Señor, abierto a las historias
que encontraba en el camino, se dejó cincelar por la voluntad de Dios, cargando
sobre sus hombros todas las consecuencias y dificultades del Evangelio, hasta
ver sus manos llagadas por amor: «Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo a
Tomás, y lo dice a cada uno de nosotros. Mira mis manos. Manos llagadas que
salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios
nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16).[1]
«Padre, en tus manos encomiendo
mi espíritu» es la invitación y el programa de vida que inspira y quiere
moldear como un alfarero (cf. Is 29,16) el corazón del pastor, hasta que latan
en él los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5).
Entrega agradecida de servicio al
Señor y a su Pueblo, que nace por haber acogido un don totalmente gratuito: “Tú
me perteneces… tú les perteneces”, susurra el Señor; “tú estás bajo la
protección de mis manos, bajo la protección de mi corazón. Permanece en el
hueco de mis manos y dame las tuyas”.[2] Es la condescendencia de Dios y su
cercanía, capaz de ponerse en las manos frágiles de sus discípulos para
alimentar a su pueblo y decir con Él: tomen y coman, tomen y beban, esto es mi
cuerpo, que se entrega por ustedes (cf. Lc 22,19).
Entrega orante que se forja y
acrisola silenciosamente entre las encrucijadas y contradicciones que el pastor
debe afrontar (cf. 1 P 1,6-7) y la confiada invitación a apacentar el rebaño (cf.
Jn 21,17). Como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la
intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde
la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad (cf. Hb 5,7-9).
En este encuentro de intercesión donde el Señor va gestando esa mansedumbre
capaz de comprender, recibir, esperar y apostar más allá de las incomprensiones
que esto puede generar. Fecundidad invisible e inaferrable, que nace de saber
en qué manos se ha puesto la confianza (cf. 2 Tm 1,12). Confianza orante y
adoradora, capaz de interpretar las acciones del pastor y ajustar su corazón y
sus decisiones a los tiempos de Dios (cf. Jn 21,18): «Apacentar quiere decir
amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar
el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra
de Dios; el alimento de su presencia».[3]
Y también en la entrega sostenida
por la consolación del Espíritu, que lo espera siempre en la misión: en la
búsqueda apasionada por comunicar la hermosura y la alegría el Evangelio (cf.
Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 57), en el testimonio fecundo de aquellos
que, como María, permanecen de muchas maneras al pie de la cruz, en esa
dolorosa pero recia paz que no agrede ni avasalla; y en la obstinada pero
paciente esperanza en que el Señor cumplirá su promesa, como lo había prometido
a nuestros padres y a su descendencia por siempre (cf. Lc 1,54-55).
También nosotros, aferrados a las
últimas palabras del Señor y al testimonio que marcó su vida, queremos, como
comunidad eclesial, seguir sus huellas y confiar a nuestro hermano en las manos
del Padre: que estas manos de misericordia encuentren su lámpara encendida con
el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida (cf. Mt
25,6-7).
San Gregorio Magno, al finalizar
la Regla pastoral, invitaba y exhortaba a un amigo a ofrecerle esta compañía
espiritual, y dice así: «En medio de las tempestades de mi vida, me alienta la
confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que,
si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus
méritos para levantarme». Es la conciencia del Pastor que no puede llevar solo
lo que, en realidad, nunca podría soportar solo y, por eso, es capaz de
abandonarse a la oración y al cuidado del pueblo que le fue confiado.[4] Es el
Pueblo fiel de Dios que, reunido, acompaña y confía la vida de quien fuera su
pastor.
Como las mujeres del Evangelio en
el sepulcro, estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la
esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde; queremos
hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo
esparcir a lo largo de los años. Queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos
su espíritu”.
Roma 5-1-2023