La pasión de amor que Cristo nos manifestó en su Sagrada Cena se perpetúa en cada asamblea litúrgica. Es la misma pasión por la Eucaristía que vivieron y nos transmitieron generaciones de fieles. Una profunda espiritualidad de comunión personal con Cristo nos puede guiar por el camino para crecer en esta pasión de amor. Realmente, la Iglesia vive de la Eucaristía.
La queja más común respecto a la Reforma litúrgica de estos últimos cincuenta años, ha sido la pérdida, o desestima, del sentido de lo sagrado y del misterio, de la transcendencia y de la santidad. Como afirma la Constitución sobre Liturgia, “Toda celebración litúrgica es una acción sagrada” (SC 7) “Fuente inagotable de santidad” (Ecclesia de Eucaristía, 10). Ya que nuestra participación en el misterio trinitario y redentor nos hace conscientes de la presencia de lo divino: “pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial…donde Cristo está sentado a la diestra de Dios” (SC 8). Por lo general, el nuevo estilo celebrativo ha sido universalmente aceptado; ahora aspiramos a los mejores ideales que caracterizaron la Liturgia católica y dimensión estética de la Liturgia.
La exhortación apostólica del papa Benedicto XVI, Sacramentum Caritatis, es un documento básico de renovación y evangelización necesarias para el futuro. El Papa nos invita a profundizar y vivir más intensamente este misterio. Nos da una clave esencial: toda forma de santidad tiene su origen en la Eucaristía y todos nosotros estamos llamados a su plenitud. Necesitamos un nuevo impulso y fervor para progresar en la comprensión de la hondura teológica de la Eucaristía corazón de nuestra identidad católica, hacia la meta marcada por Sacramentum Caritatis.
Las pautas concretas que ofrece el documento del papa Benedicto podrían reducirse a tres temas: Espiritualidad eucarística, formación catequética y los frutos de esta formación.
En concreto, una espiritualidad eucarística como forma de la existencia cristiana.
En cuanto a la formación catequética, como conocimiento de las verdades básicas sobre la Eucaristía, las riquezas de su estructura celebrativa, y en particular la Plegaria eucarística, acrecienta nuestro amor por la Eucarsitía. Los frutos son bien conocidos, pues una mayor conciencia y amor por la Eucaristía llevan a una participación más comprometida con la vida eclesial y nuestra tarea de su misión en el mundo.
En el centro de la celebración está la mediación del Dios trinitario en la presencia del Logo de nuevo encarnado y resucitado mediante el Memorial. El celebrante, humilde servidor, está llamado a reflejar la presencia de esta actividad divina. Él no se presenta a si mismo, sino que ha sido elegido para representar la actuación sacerdotal de Cristo en nombre de la Iglesia.
El poder y don de esta acción divina, que supera cualquier otra en la Iglesia, viene de Dios y a Dios glorifican. Su centro y corazón fluyen del Cristo pascual, del que proviene la eficacia de cualquier acción litúrgica.
De nuevo, el sacerdote no puede representar a Cristo por su virtuosidad y personalidad dominante, sino más bien actúa en persona de Cristo como cabeza por su actitud orante en gestos y palabras. Esta actitud de humilde servicio requiere mucha virtud y disciplina. Ya que su función ministerial es ser transparencia de la presencia del Logos, el eterno sacerdote y el único protagonista. El sacerdote no se celebra a sí mismo, se coloca por tanto en un segundo plano, como su instrumento y servidor de la acción litúrgica en nombre de la Iglesia. Como afirma san Juan Crisóstomo, “el sacerdote asiste llenando la figura de Cristo, pronunciando aquellas palabras, pero la virtud y la gracias es de Dios” (La traición de judas, 1,6)
La liturgia es obra de la Santísima Trinidad, de cuyo protagonismo debe ser consciente la comunidad celebrante bajo la presidencia del sacerdote. Esta actividad divina y la centralidad de Cristo es una de las mayores aportaciones de la Constitución sobre la Liturgia. Considera la liturgia como “ejercicio del sacerdocio de Jesucristo”. (SC7), y del cuerpo de la iglesia.
El sacerdote que preside no está en el centro de la celebración, ni es su protagonista; así, debe celebrar con honor, humildad y adoración en la persona de Cristo como cabeza. Él es la piedra angular que debe conformar nuestra participación real y efectiva.
La contemplación y la adoración son dimensiones esenciales de la vivencia litúrgica. No podríamos promover el sentido de transcendencia, y profundizar la espiritualidad deseada de una vivencia cristocéntrica, sin una atmosfera contemplativa y de adoración en nuestras celebraciones.
Para concluir podemos aplicar el principio fundamental de la Regla de san Benito “nada se anteponga a la obra de Dios”
En la vida de muchos santos a través de los tiempos aparece esta visión integral de la espiritualidad eucarística.
Todos los aspectos de la vida cristiana, en concreto celebración y santificación de vida, forman una unidad espiritual. El Concilio Vaticano II lo afirma repetidamente, como meta última de Liturgia “glorificación de Dios y santificación de la humanidad”.
Nuestra participación en la Santa Misa “exige de nosotros
una total entrega del cuerpo y del alma: oímos a Dios, le hablamos, lo vemos,
le gustamos”.
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