miércoles, 18 de enero de 2023

DOMINGO día 22: DOMINGO DA PALABRA

El tercer domingo del tiempo ordinario, este año el 22 de enero, la Iglesia celebra el Domingo de la Palabra de Dios. Una Jornada que instituyó el papa Francisco el 30 de septiembre de 2019, con la firma de la carta apostólica en forma de «Motu proprio» Aperuit illis, con el fin de dedicar un domingo completamente a la Palabra de Dios.

La Conferencia Episcopal Española se une cada año a la celebración de este Día y anima a su celebración con la publicación de los materiales que elabora el área de Pastoral bíblica de la Comisión para la Evangelización, Catequesis y Catecumenado. Este año, además, se aporta una novedad: en el marco de esta celebración y teniendo en cuenta que el 27 de enero es la fiesta de san Enrique de Ossó, patrón de los catequistas de España, se propone dedicar estos días a concienciar sobre la responsabilidad que tiene la comunidad parroquial en la catequesis.

Así, este año, a los materiales para el Domingo de la Palabra de Dios, se suman otros documentos para difundir la figura de san Enrique de Ossó y la importancia de los catequistas en la vida de la Iglesia.

Un domingo para que repercuta en todo el año

El obispo responsable del área de Pastoral bíblica, monseñor Julián Ruiz Martorell, firma la presentación del Domingo de la Palabra de Dios. El prelado recuerda en su escrito que el Papa instituyó este Domingo para que repercuta en todo el año: «El día dedicado a la Biblia no ha de ser “una vez al año”, sino una vez para todo el año, porque nos urge la necesidad de tener familiaridad e intimidad con la Sagrada Escritura y con el Resucitado, que no cesa de partir la Palabra y el pan en la comunidad de los creyentes. Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera «.

También destaca el deseo del Santo Padre para que este Domingo «haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura, como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra “está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas”.

¿Cómo leer la Palabra de Dios? Método de la lectio divina

La lectio divina es una antigua práctica que enseña a leer, meditar y vivir un texto de la Palabra de Dios por medio de un método muy sencillo que consiste en seguir varios pasos. Entre los materiales que se han editado este año se proponen tres esquemas de lectio divina: La primera para niños, tomando como base el salmo responsorial; la segunda para jóvenes, a partir del texto de la primera Carta a los Corintios; y la tercera para adultos, desde el texto del evangelio. 

Con estos esquemas, se podrá seguir el proceso de la lectio divina. Como paso previo, se hace la señal la cruz, y tras un momento de silencio, la Oración de preparación.

Empezamos: guía paso a paso

Lectura de la Palabra de Dios: ¿qué dice el texto? Leemos el texto las veces que sea necesario hasta que comprendamos bien lo que en él se dice. Hay que hacer una lectura pausada. Este momento es de suma importancia. Es necesaria la comprensión de lo que la Palabra narra.

¿Qué me dice Dios con este texto? Tras otra lectura nos detenemos a preguntarnos lo que el Señor nos ha dicho por medio del texto. Es el momento de la profundización de la Palabra de Dios para acogerla en nuestro interior. Dios cuando inspiró al autor quiso hablar a los hombres. Intentamos descubrir el mensaje divino contenido en el texto: ¿qué me dice el Señor?, ¿qué mensaje particular me quiere Dios hacer llegar? Tomamos el tiempo necesario para descubrirlo. Lo hacemos con serenidad y paz.

Ora. Habla con Dios sobre lo que te ha comunicado. Dialoga con el Señor sobre lo que has descubierto en este texto. Puedes, si es necesario y lo quieres expresar, darle gracias, pedir perdón, alabarle, adorarle, hacerle alguna petición… dile todo lo que esté en tu corazón. Cuéntaselo con sinceridad.

Contemplación: queda unos instantes en silencio en la presencia de Dios. No digas nada. Solamente pon tu pensamiento y tus afectos en el Señor.

Acción: es el momento de concretar lo que el Señor quiere que vivas de lo que te ha dicho. No hay que ponerse muchos propósitos. Intenta concretar y decide realizar una acción o a lo sumo dos. Ve cómo la(s) puedes poner en práctica en tu vida real y concreta.

Terminamos con una oración final de acción de gracias: da gracias al Señor por esta lectio divina que has vivido.

Divulgar la Palabra de Dios y valor ecuménico

El papa Francisco instituía esta Jornada el 30 de septiembre de 2019 con la firma de la carta apostólica en forma de «Motu proprio» Aperuit illis.

El pontífice propone este Domingo dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios:

· Para comprender la riqueza que proviene de ese diálogo constante de Dios con su pueblo.

· Para que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable.

· Para que nunca falte la relación decisiva con la Palabra viva que el Señor nunca se cansa de dirigir a su Esposa, para que pueda crecer en el amor y en el testimonio de fe.

Además, la celebración se ha hecho coincidir con la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Un tiempo «en el que estamos invitados a fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos. No se trata de una mera coincidencia temporal: celebrar el Domingo de la Palabra de Dios expresa un valor ecuménico, porque la Sagrada Escritura indica a los que se ponen en actitud de escucha el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad».

 

lunes, 16 de enero de 2023

Carta Pastoral Semana pola Unidade dos Cristiáns

“Haz el bien; busca la justicia” (Is 1,17)

Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos 18 a 25 de enero de 2023

Queridos diocesanos:

Concluido un dúplice año santo, tiempo de conversión y de caminar hacia Cristo, se nos invita a crecer en la justicia y el bien con una frase que nos pide los frutos de la conversión y la gracia jubilar recibidas. Desde el Dicasterio por la Promoción de la Unidad de los Cristianos y  el  Consejo Mundial de Iglesias, un año más se nos motiva a unirnos en la oración por el don de la Unidad, por la que repetidamente pide Nuestro Señor entre la Cruz y en la Pascua, según el discurso de despedida del Evangelio de Juan. Esa unidad es expresión de la llamada de Dios a la fe en comunidad, como recuerda Pablo, a los Efesios. Precisamente es la fiesta del Apóstol de las Gentes, Pablo, la que nos hace mirar a todos los cristianos no a nosotros mismos, causa de nuestro egoísmo y división, sino hacia Cristo, unidos. La mirada pura del corazón es la mirada en oración compartiendo la caridad fraterna: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”.

“El Concilio Vaticano II enseñó que “este santo propósito de reconciliar a todos los cristianos en la unidad de la única Iglesia de Jesucristo excede las fuerzas y la capacidad humana” (UR 24). Al orar por la unidad reconocemos que esta es un don del Espíritu Santo y que no podemos alcanzarla con nuestras propias fuerzas. La Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se celebra cada año del 18 al 25 de enero. “El recentísimo Vademecum ecuménico vaticano nos recuerda que no es una devoción privada sino oración de toda la Iglesia. Esta invitación a la oración por la unidad y a unirnos en la oración se repite desde el Concilio Vaticano II y llega a nosotros en el Magisterio de los distintos santos Pontífices que han gobernado la barca de la Iglesia en las tormentas del cambio de siglo. También el ecumenismo ha sufrido el rechazo de aquellos que, ante la tempestad, como los apóstoles, temen naufragar y prefieren la comodidad del antiguo puerto seguro a responder confiadamente al arriesgado “duc in altum“, “rema mar adentro”. Son aquellos que vacilan a echarse al agua como Pedro, que tan sólo sigue confiado los pasos de Cristo, aunque sea sobre el agua, aunque no haya camino preparado”1.

El miedo al ecumenismo nos lleva a ver en él una especie de deformación según los tiempos, tentación que nos bloquea a corregirnos y renovar nuestra fe como venimos de hacer todo un Año Santo. “Ante todo, el ecumenismo no consiste en una solución de compromiso, como si la unidad tuviera que lograrse a expensas de la verdad. Al contrario, la búsqueda de la unidad nos lleva a una valoración más plena de la verdad revelada por Dios” (UR 11)2. Estas palabras recogen una intuición que de forma clarividente exponía el entonces Joseph cardenal Ratzinger: “No es el consenso el que funda la verdad, sino la verdad el consenso… La unanimidad no es el fundamento del carácter vinculante de algo, sino el signo de la verdad que se manifiesta”3. 

Pero precisamente es esa búsqueda de Dios y de la Verdad la que debe movernos siempre de tal manera que no nos conformemos con un ídolo, con una apariencia formal externa, acorde a nuestros gustos, sino que luchemos por acercarnos a Dios a través de su Palabra, su Imagen, su Hijo, para dejar restablecer en nosotros su semejanza. “Distinguir las separaciones meramente humanas de las divisiones realmente teológicas. Precisamente las separaciones meramente humanas gustan de darse la importancia de lo esencial; se esconden, por así decir, detrás de lo esencial… La tácita divinización de lo propio, que es la permanente tentación del hombre, se extiende… El ecumenismo exigía y exige el intento de liberarse de tales, con frecuencia, sutiles falsificaciones… Debería despertarse una tolerancia para lo otro que no esté basada en la indiferencia ante la verdad, sino en la distinción entre verdad y mera tradición humana”4.

Esta actitud humilde interior y de búsqueda sin duda nos llevará igualmente a profundizar en la fe desde el respeto a quienes la viven, auténticamente en conciencia, de formas tan diversas, sin relativizar ni consensuar la fe, pero sí respetándonos en el amor. “El mandato del amor purificará a ojos vistas también nuestra fe y nos ayudará a distinguir lo esencial de lo que no lo es”5.

El amor es la virtud que mejor expresa la autenticidad teológica y espiritual de la conversión, de la fe que siempre busca crecer y renovar al individuo y a la Iglesia. Por eso desde el amor, el compromiso por la justicia no es simple altruismo o valores humanos, sino conversión de fe, que además nos lleva de la mano a todos los discípulos de Cristo. Como nos recuerda el Santo Padre el papa Francisco “mientras nos encontramos todavía en camino hacia la plena comunión, tenemos ya el deber de dar testimonio común del amor de Dios a su pueblo colaborando en nuestro servicio a la humanidad”6. Las dos últimas encíclicas del papa Francisco Laudato Si’ y Fratelli Tutti son expresión de cómo la conversión y reforma de la Iglesia, en cuanto nos reconducen al centro que es Cristo, nos llevan a la Unidad que Él ha querido para sus discípulos a quienes nos llama amigos. Con ambas encíclicas el Papa quiere llegar también a los cristianos no católico-romanos como signo de unidad. También nos muestran que, junto con la oración y el ecumenismo espiritual, el ecumenismo de la caridad, del compromiso y de la justicia nos llevan de la mano en cuanto que no son sólo un camino humano, sino hacia Dios y desde Dios, en la fe que actúa en el amor. No son pocas las pequeñas acciones cotidianas de nuestros fieles, parroquias y movimientos que lo están demostrando a diario sin buscar protagonismos.

Recemos por la Unidad a Dios, cuyo Espíritu es el único que la puede construir entre nosotros. Pero luchemos contra las tentaciones egoístas que nos llevan a mirarnos a nosotros mismos sin humildad, dejando de mirar a Cristo mismo. Superemos la tentación derrotista que nos hace abandonar la lucha porque no alcanzamos resultados humanos, como si no fuese toda nuestra vida cristiana un sembrar una semilla que no es humana ni crece por acción humana. No olvidemos que el don de Dios siempre es más grande que nosotros, y se reparte entre muchos, para compartirlo y entregarlo, pero también recibirlo de los demás.

 

Os saluda con afecto y bendice en el Señor.

+ Julián Barrio Barrio,

jueves, 12 de enero de 2023

BENEDICTO XVI: EL DESTINO DEL PAPA PROFESOR

Andrés Torres Queiruga, 07-enero-2023

Este artículo ha sido publicado en gallego el juevds 5 de enero en  La Voz de Galicia por el teólogo ANDRÉS TORRES QUEIRUGA . Se une a los varios Promemorias que sobre Benedicto XVI esstamos publicando en Atrio. AD.

Hay frases que pueden marcar o al menos definir un destino. “Pienso que, ya que Dios ha hecho papa a un profesor, quería que precisamente este aspecto de la reflexión, y en especial la lucha por la unidad de fe y razón, pasaran al primer plano”. Son palabras pronunciadas por Benedicto XVI en 2010, en el libro de entrevistas La luz del mundo.

Había llegado al pontificado, después de pasar muchos años como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y siendo claramente la cabeza teológica de Juan Pablo II, el Papa más “político”, con quien durante unos treinta años había promovido, sin concesiones, una exigente reagrupación doctrinal de la Iglesia. La redacción del Catecismo de la Iglesia Católica, cuidadosamente supervisada por él, fue el ideario que, declarado de autoridad pontificia, pretendió imponer como norma y criterio para la catequesis e incluso para la teología.

De hecho, el prestigio de profesor alemán, junto con una rica trayectoria de publicaciones teológicas, lograron introducir en el ambiente un sentido de dignidad cultural para el anuncio de la fe cristiana. Respondía así a una necesidad global de actualización, que el Concilio Vaticano II había reconocido y proclamado solemnemente. Era urgente, tras la severa crisis de la Ilustración, que puso en crisis el papel destacado con el que el cristianismo había marcado la cultura occidental durante un milenio y medio y desde entonces, en buena medida, también la del mundo.

Él, no sólo por formación, sino por haber participado personalmente en el Concilio, parecía bien preparado para emprender la alta tarea. Y decidió afrontarla, continuando, con otro estilo pero con la misma actitud de cierto mesianismo salvador, el camino ya emprendido junto al anterior Papa, Juan Pablo II. Pero sucede que, a estas alturas, todo parece confirmar lo que gran parte de los teólogos habían denunciado desde el principio. El Concilio había abierto las puertas a una revolución evangélica, y lo que estos dos Papas pretendían imponer era una renovación de compromiso, con arreglos de forma y acomodación de estilo. Al final, no hacían más que apuntalar el mismo viejo edificio. Se procedió a través de una hermenéutica restauradora del mensaje conciliar, con el fortalecimiento de la autoridad central.

Si Juan Pablo II insistió sobre todo en la disciplina de un gobernante fuerte y experimentado, Benedicto XVI se centró en la teología. Publicó, siguiendo también el estilo del anterior, algunos documentos excelentes, como Deus caritas est (Dios es amor ), Spe salvi (Salvados por la esperanza ) y Caritas in veritate (La caridad en la verdad ), que fueron luminosos y esperanzadores, en cuanto se centraban en el anuncio central de la fe, evitando los temas colaterales y discutibles.

Pero, en cuanto a los esfuerzos relacionados con una actualización teológica sustantiva, lo traicionó su interpretación del servicio papal, considerándose a sí mismo como un “papa profesor”: pensó que su autoridad pastoral como anunciador de la fe y animador de vida en un sentido evangélico, lo investía también con el poder de controlar el “servicio teológico”. Convirtió su teología en modelo de la teología. En consecuencia, prosiguió, reforzando con la nueva autoridad papal, el control autoritario que había ejercido como prefecto de la doctrina de la fe. Las censuras, los procedimientos y las exclusiones de lo que sonaba a renovación fundamental se multiplicaron, imponiendo en la enseñanza más o menos oficial los textos de los representantes de la restauración teológica. Simplificando: Hans Urs von Balthasar contra Karl Rahner.

Respecto del segundo, llegó a decir: “Trabajando con él, me di cuenta de que Rahner y yo, a pesar de estar de acuerdo en muchos puntos y en múltiples aspiraciones, vivíamos desde el punto de vista teológico en dos planetas diferentes”. Justo ahí y también simplificando, aparece un síntoma que, permítaseme la opinión, es todo un diagnóstico: el teólogo Ratzinger está muy lejos de la creatividad y profundidad del teólogo Rahner. No supo reconocer, como este, la necesidad de un “cambio estructural de la Iglesia” ni de una superación radical del paradigma escolástico, abriendo para la teología y para la Iglesia un futuro que golpea con los puños las puertas de la humanidad. De la humanidad religiosa, que necesita que entren de nuevo los aires frescos del Evangelio. Y de la humanidad secular, a la que no le sobra escuchar el ofrecimiento de luz y esperanza que hace dos mil años encendió Jesús de Nazaret.

No es casualidad que cierre aquí estas reflexiones con esta evocación. Pues confieso que siempre he juzgado como la pérdida de una gran oportunidad el hecho de que el desenfoque en el diagnóstico haya impedido a Benedicto XVI aprovechar sus excelentes cualidades de síntesis precisa y exposición esclarecedora que sobre este tema central le ofrecía la amplia difusión de su libro sobre el Nazareno. Al no tener en cuenta los avances de los estudios bíblicos, la proclamación conciliar de la autonomía del mundo y el nuevo diálogo entre las religiones, no logró presentar al mundo una visión actualizada y verdaderamente creíble de su figura. La figura entrañablemente humana, de uno como nosotros, que, anunciando que la palabra que Dios es amor infinito y perdón incondicional, y que, ejerciendo una conducta fraterna, comprometida y liberadora de todos los humillados y ofendidos, permanece ahí como un faro abierto, que, hoy como en los inicios, sigue enviando señales con las que muchas personas en el mundo sintonizan íntimamente, encontrando en ellas sentido y salvación.

jueves, 5 de enero de 2023

Homilía del papa Francisco en el funeral de Benedicto XVI

El Papa Francisco presidió la Misa del funeral del Papa Emérito Benedicto XVI este 5 de enero en la plaza San Pedro del Vaticano ante miles de fieles procedentes de diferentes partes del mundo.

“Benedicto, fiel amigo del Esposo, que tu gozo sea perfecto al oír definitivamente y para siempre su voz”, dijo el Santo Padre.

Texto completo de la homilía del Papa

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). Son las últimas palabras que el Señor pronunció en la cruz; su último suspiro —podríamos decir— capaz de confirmar lo que selló toda su vida: un continuo entregarse en las manos de su Padre. Manos de perdón y de compasión, de curación y de misericordia, manos de unción y bendición que lo impulsaron a entregarse también en las manos de sus hermanos.

El Señor, abierto a las historias que encontraba en el camino, se dejó cincelar por la voluntad de Dios, cargando sobre sus hombros todas las consecuencias y dificultades del Evangelio, hasta ver sus manos llagadas por amor: «Aquí están mis manos» (Jn 20,27), le dijo a Tomás, y lo dice a cada uno de nosotros. Mira mis manos. Manos llagadas que salen al encuentro y no cesan de ofrecerse para que conozcamos el amor que Dios nos tiene y creamos en él (cf. 1 Jn 4,16).[1]

«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» es la invitación y el programa de vida que inspira y quiere moldear como un alfarero (cf. Is 29,16) el corazón del pastor, hasta que latan en él los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cf. Flp 2, 5).

Entrega agradecida de servicio al Señor y a su Pueblo, que nace por haber acogido un don totalmente gratuito: “Tú me perteneces… tú les perteneces”, susurra el Señor; “tú estás bajo la protección de mis manos, bajo la protección de mi corazón. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas”.[2] Es la condescendencia de Dios y su cercanía, capaz de ponerse en las manos frágiles de sus discípulos para alimentar a su pueblo y decir con Él: tomen y coman, tomen y beban, esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes (cf. Lc 22,19).

Entrega orante que se forja y acrisola silenciosamente entre las encrucijadas y contradicciones que el pastor debe afrontar (cf. 1 P 1,6-7) y la confiada invitación a apacentar el rebaño (cf. Jn 21,17). Como el Maestro, lleva sobre sus hombros el cansancio de la intercesión y el desgaste de la unción por su pueblo, especialmente allí donde la bondad está en lucha y sus hermanos ven peligrar su dignidad (cf. Hb 5,7-9). En este encuentro de intercesión donde el Señor va gestando esa mansedumbre capaz de comprender, recibir, esperar y apostar más allá de las incomprensiones que esto puede generar. Fecundidad invisible e inaferrable, que nace de saber en qué manos se ha puesto la confianza (cf. 2 Tm 1,12). Confianza orante y adoradora, capaz de interpretar las acciones del pastor y ajustar su corazón y sus decisiones a los tiempos de Dios (cf. Jn 21,18): «Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia».[3]

Y también en la entrega sostenida por la consolación del Espíritu, que lo espera siempre en la misión: en la búsqueda apasionada por comunicar la hermosura y la alegría el Evangelio (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 57), en el testimonio fecundo de aquellos que, como María, permanecen de muchas maneras al pie de la cruz, en esa dolorosa pero recia paz que no agrede ni avasalla; y en la obstinada pero paciente esperanza en que el Señor cumplirá su promesa, como lo había prometido a nuestros padres y a su descendencia por siempre (cf. Lc 1,54-55).

También nosotros, aferrados a las últimas palabras del Señor y al testimonio que marcó su vida, queremos, como comunidad eclesial, seguir sus huellas y confiar a nuestro hermano en las manos del Padre: que estas manos de misericordia encuentren su lámpara encendida con el aceite del Evangelio, que él esparció y testimonió durante su vida (cf. Mt 25,6-7).

San Gregorio Magno, al finalizar la Regla pastoral, invitaba y exhortaba a un amigo a ofrecerle esta compañía espiritual, y dice así: «En medio de las tempestades de mi vida, me alienta la confianza de que tú me mantendrás a flote en la tabla de tus oraciones, y que, si el peso de mis faltas me abaja y humilla, tú me prestarás el auxilio de tus méritos para levantarme». Es la conciencia del Pastor que no puede llevar solo lo que, en realidad, nunca podría soportar solo y, por eso, es capaz de abandonarse a la oración y al cuidado del pueblo que le fue confiado.[4] Es el Pueblo fiel de Dios que, reunido, acompaña y confía la vida de quien fuera su pastor.

Como las mujeres del Evangelio en el sepulcro, estamos aquí con el perfume de la gratitud y el ungüento de la esperanza para demostrarle, una vez más, ese amor que no se pierde; queremos hacerlo con la misma unción, sabiduría, delicadeza y entrega que él supo esparcir a lo largo de los años. Queremos decir juntos: “Padre, en tus manos encomendamos su espíritu”.

 

Roma 5-1-2023

 

 

martes, 3 de enero de 2023

31 dic 2022 10.51 por Simone M. Varisco en su blog Caffestoria

Benedicto XVI: instrumentalizado, mitificado, incomprendido y comprimido en tiempos y categorías que no explican nada. Yo lo veo como un emblema de la libertad.

“Dios es lo eterno, mientras que el tiempo es un ídolo cuando se convierte en objeto de veneración”. Esta frase, tomada de El Dios de Jesucristo, de Joseph Ratzinger, basta para trazar la parábola de una vida: la fe, la relación con lo eterno y la libertad para vivir los límites de la condición humana. El tiempo, con Benedicto XVI, ha sido generoso. Tiempo que resuena en una vida larga y plena, en comparación con la cual su primacía como el pontífice más longevo de la historia de la Iglesia se reduce a una mera nota a pie de página.

Fragmentos

Porque queda la constatación de que cualquier intento de encerrar la vida en años, así como en palabras y líneas de texto, resulta inevitablemente en una visión parcial, en un fragmento minúsculo que sólo encuentra su lugar en un diseño infinitamente mayor. Es, ni más ni menos, el destino de toda existencia humana. La pretensión de haber captado, o incluso comprendido, la esencia de un individuo está destinada, sin excepción, al fracaso.

La eternidad de Romano Guardini

Sólo el ejemplo -el recuerdo que se traduce en acción vital- puede, en cierta medida, esperar no ser del todo insuficiente y devolver la vitalidad y la memoria a los fragmentos. “Lo eterno no está relacionado con la vida biológica, sino con la persona”, escribió a principios de los años cincuenta Romano Guardini, teólogo y filósofo particularmente querido por Benedicto XVI, en su obra Las edades de la vida. “No preserva [a la persona] perpetuándola, sino que la realiza en un sentido absoluto. La conciencia de esta perpetuidad crece en la medida en que se acepta sinceramente la transitoriedad”.

Aceptar la finitud de esta vida”, como revela Benedicto XVI al periodista Peter Seewald, es el estilo de toda una existencia. La esperanza de “poder reunirme pronto” con los amigos difuntos, más que el conocimiento de que “pronto me enfrentaré al juez definitivo de mi vida”, como escribió Benedicto XVI en dos ocasiones a finales de 2021 y principios de 2022, no son piadosas declaraciones aisladas. No se trata de las esperanzas y temores improvisados de un anciano, sino de la conciencia de que “el presente, incluso un presente fatigoso, puede vivirse y aceptarse si conduce hacia una meta y si podemos estar seguros de esta meta, si esta meta es tan grande que justifica el esfuerzo del viaje” (Spe salvi).

Pero la transitoriedad se aplica tanto a las personas como al tiempo. Romano Guardini se dirige a un siglo que coincide con el de Joseph Ratzinger -el siglo XX-, un siglo a punto de extinguirse en la estación de los totalitarismos y de entrar en el rescoldo de nuevas formas aún más insidiosas de pensamiento totalizador. Lo que hace de la acumulación -de tiempo, de riqueza, de poder- la base de una eternidad efímera. Por el contrario, prosigue Romano Guardini, “la eternidad no es un ‘plus cuantitativo’, por inconmensurable que sea, sino que es algo cualitativamente otro, libre, incondicional”.

Libertad y locura

No es el recipiente lo que define una vida, sino su contenido. No el tiempo, sino su uso. Y “el comportamiento moral sólo es posible donde hay libertad”, escribe Guardini en Ética. La acción libre tiene […] un carácter especial: parte del principio interior de la vida, de la moción autónoma del espíritu, de la decisión con la que dispongo de mi ser”.

Se ha discutido mucho sobre la libertad real y “plena” de elección en la renuncia de Benedicto XVI en 2013. Pero cualesquiera que fueran las razones, ello no disminuye en modo alguno el ejemplo de libertad encarnado por Ratzinger. Libertad para despedirse de un determinado ejercicio de poder, libertad para apartarse de dinámicas asfixiantes, libertad para asumir responsabilidades.

Una libertad tan absoluta que puede confundirse con la locura. “Un orden bufonesco (Narrenorden), con el que nos burlamos de nosotros mismos y de la seriedad del gran mundo, es algo bueno. Y también por eso lo recibí con gusto”, explicó el entonces Card. Joseph Ratzinger durante la ceremonia en la que se le concedió la Orden de Karl Valentin, actor alemán de cabaret y teatro. En aquel momento, Ratzinger ocupaba el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, aparentemente lo más alejado de la comedia que se puede estar.

“Algunos han expresado dudas sobre si esto encaja con una ocupación tan seria como la mía. Me parece que encaja muy bien con ella, ya que, célebremente, poder decir la verdad es el privilegio de los tontos. En las cortes de los antiguos potentados, el bufón era a menudo el único que podía permitirse el lujo de la verdad. Y puesto que por mi profesión tengo que decir la verdad, me alegro de haber sido aceptado en la categoría de los que disfrutan de ese privilegio. Quien, diciendo la verdad, no se sintiera un poco payaso, se convertiría sin duda demasiado fácilmente en un autócrata”.

En tiempos de autoritarismo, a veces incluso en la Iglesia.

El pontificado, y quizá la vida, de Benedicto XVI se han reducido con demasiada frecuencia a una elección tomada hace 10 años. Sin embargo, es esa mirada hacia lo absoluto, a la vez humilde y profética, libre y loca, uno de los mayores dones de Joseph Ratzinger a la Iglesia. Un legado para todo cristiano.

Testamento Benedicto XVI 29/08/2006

Si en esta hora tardía de mi vida miro hacia atrás, hacia las décadas que he vivido, veo en primer lugar cuántas razones tengo para dar gracias. Ante todo, doy gracias a Dios mismo, dador de todo bien, que me ha dado la vida y me ha guiado en diversos momentos de confusión; siempre me ha levantado cuando empezaba a resbalar y siempre me ha devuelto la luz de su semblante. En retrospectiva, veo y comprendo que incluso los tramos oscuros y agotadores de este camino fueron para mi salvación y que fue en ellos donde Él me guió bien.

Doy las gracias a mis padres, que me dieron la vida en una época difícil y que, a costa de grandes sacrificios, con su amor prepararon para mí un magnífico hogar que, como una luz clara, ilumina todos mis días hasta el día de hoy. La clara fe de mi padre nos enseñó a nosotros los hijos a creer, y como señal siempre se ha mantenido firme en medio de todos mis logros científicos; la profunda devoción y la gran bondad de mi madre son un legado que nunca podré agradecerle lo suficiente. Mi hermana me ha asistido durante décadas desinteresadamente y con afectuoso cuidado; mi hermano, con la claridad de su juicio, su vigorosa resolución y la serenidad de su corazón, me ha allanado siempre el camino; sin su constante precederme y acompañarme, no habría podido encontrar la senda correcta.

De corazón doy gracias a Dios por los muchos amigos, hombres y mujeres, que siempre ha puesto a mi lado; por los colaboradores en todas las etapas de mi camino; por los profesores y alumnos que me ha dado. Con gratitud los encomiendo todos a Su bondad. Y quiero dar gracias al Señor por mi hermosa patria en los Prealpes bávaros, en la que siempre he visto brillar el esplendor del Creador mismo. Doy las gracias al pueblo de mi patria porque en él he experimentado una y otra vez la belleza de la fe. Rezo para que nuestra tierra siga siendo una tierra de fe y les ruego, queridos compatriotas: no se dejen apartar de la fe. Y, por último, doy gracias a Dios por toda la belleza que he podido experimentar en todas las etapas de mi viaje, pero especialmente en Roma y en Italia, que se ha convertido en mi segunda patria.

A todos aquellos a los que he agraviado de alguna manera, les pido perdón de todo corazón.

Lo que antes dije a mis compatriotas, lo digo ahora a todos los que en la Iglesia han sido confiados a mi servicio: ¡Manténganse firmes en la fe! ¡No se dejen confundir! A menudo parece como si la ciencia -las ciencias naturales, por un lado, y la investigación histórica (especialmente la exégesis de la Sagrada Escritura), por otro- fuera capaz de ofrecer resultados irrefutables en desacuerdo con la fe católica. He vivido las transformaciones de las ciencias naturales desde hace mucho tiempo, y he visto cómo, por el contrario, las aparentes certezas contra la fe se han desvanecido, demostrando no ser ciencia, sino interpretaciones filosóficas que sólo parecen ser competencia de la ciencia. Desde hace sesenta años, acompaño el camino de la teología, especialmente de las ciencias bíblicas, y con la sucesión de las diferentes generaciones, he visto derrumbarse tesis que parecían inamovibles y resultar meras hipótesis: la generación liberal (Harnack, Jülicher, etc.), la generación existencialista (Bultmann, etc.), la generación marxista. He visto y veo cómo de la confusión de hipótesis ha surgido y vuelve a surgir lo razonable de la fe. Jesucristo es verdaderamente el camino, la verdad y la vida, y la Iglesia, con todas sus insuficiencias, es verdaderamente su cuerpo.

Por último, pido humildemente: recen por mí, para que el Señor, a pesar de todos mis pecados y defectos, me reciba en la morada eterna. A todos los que me han sido confiados, van mis oraciones de todo corazón, día a día.

Benedicto, Santo y Doctor

Cuando en esta última temporada se le preguntaba por el estado de salud del papa emérito Benedicto XVI a su fiel e inseparable secretario, el arzobispo Georg Gäenswein —a quien la revista Vanity Fair dedicó una portada con la frase «ser guapo no es pecado»—, la respuesta sincera solía ser reiteradamente: «está muy débil y dada su edad cada día se va apagando como una velita». En la mañana del 31 de diciembre de 2022, quien desde la barca de Pedro había sido en estas décadas, una espléndida luminaria de doctrina y un faro seguro y orientador, se apagó silenciosamente, como se desvanece el pequeño cirio en la oscura nave de cualquier ermita.

Siempre, hasta en el final, me impresionó la inefable sensatez de este intelectual contemporáneo y teólogo genial. Solo en su físico me pareció pequeño y escaso. En todo lo demás: doctrina, piedad, prudencia, actividad pastoral, dialogo ecuménico, previsión del futuro, me pareció grande, magno y enorme.

Benedicto XVI merece sobradamente ser declarado pronto santo y “doctor de la Iglesia”, porque la grandeza de tal doctorado deviene no solamente por la profundidad de su magisterio y de sus escritos personales como teólogo genial, sino también por haber sido un gran maestro —en las decisiones complicadas, que hubieron de tomarse en los pontificados de san Juan Pablo II y en el suyo propio—, buscando el bien de la Iglesia y nunca el suyo personal.

La experiencia de los últimos años del pontificado de Juan Pablo II supusieron para Benedicto, una extraordinaria lección de la que supo colegir el riesgo de imprevisibles consecuencias que nos acarrearía en su caso una muy larga sede vacante. Por eso el 11 de febrero de 2013, con 85 años y a los ocho de pontificado, de manera imprevisible para todo el mundo, que no para él, manifestaba, santo y sabio: «Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras… para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».  Repito, tal reflexión solo nace en una cabeza muy lúcida y de un corazón santo y generoso. 

Y así sin más, Benedicto se retiró hasta su muerte a la residencia “Mater Ecclesiae”, en los jardines vaticanos para dedicarse a la oración y al estudio. No han sido pocos los que han sabido valorar acertadamente esos gestos históricos como propios de una profunda espiritualidad ajena al pufo remilgoso y beatón. Benedicto con su renuncia concluyó sin alaracas un pontificado lleno de frutos para la Iglesia y para la historia porque solo quiso ser, como dijo al ser elegido, “un humilde obrero en la viña del Señor”. Y vuelvo al estribillo: cabeza muy lúcida y corazón santo y generoso.

El papa Benedicto nos enseñó también con esa decisión, seguramente más fácil para un alemán tan práctico como espiritual, la más clara e importante de sus enseñanzas magisteriales: «que la fe y la razón van de la mano, ensanchando el horizonte de la razón para no caer en fanatismos irracionales y abriendo el horizonte de la fe para no asfixiar al hombre en un bunker materialista».

En la hora del adiós —porque ya habrá momentos para exponer más detenidamente su opera magna—, se me ocurre aplicarle a él lo que en la audiencia del 2 de junio de 2010, dijo de su admirado santo Tomás de Aquino: «en aquel momento de enfrentamiento entre dos culturas —ese momento en que parecía que la fe tuviese que rendirse ante la razón— mostró que ambas van juntas, que cuando aparecía la razón incompatible con la fe, no era razón, y cuanto parecía fe no era fe, si se oponía a la verdadera racionalidad; así él creó una nueva síntesis, que formó la cultura de los siglos sucesivos».

Gracias, papa Benedicto XVI, que has querido vivir hasta apagarte humilde como una velita en la oscuridad, porque brillarás para siempre como estrella lúcida en el firmamento de la iglesia y en el magisterio honesto de la humanidad.

Mons. Alberto Cuevas Fernández

Sacerdote y periodista

Benedicto XVI y la centralidad de Dios

Recuerdo aquel 19 de abril de 2005 cuando, poco antes de las seis de la tarde, comenzó a salir la fumata blanca que anunciaba la elección del nuevo Papa. Me encontraba en la Plaza de San Pedro, en el Vaticano. Era un integrante más de aquella muchedumbre de personas que prorrumpió en aplausos y aclamaciones cuando el cardenal protodiácono pronunció el «Habemus Papam» —«¡Tenemos Papa!»—.

El elegido era el cardenal Joseph Ratzinger, quien escogió para sí el nombre de Benedicto XVI. De modo tímido, saludó a los fieles desde el balcón principal de la Basílica: «Después del gran Papa, Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un sencillo, humilde, trabajador en la viña del Señor». Delante de mí estaba un grupo numeroso de seminaristas del Colegio Norteamericano de Roma que mostraban un entusiasmo incluso superior al que se suele ver en un animado partido de béisbol. El 24 de abril, en una soleada mañana, tuve también el privilegio de participar en la Misa del Inicio del Pontificado.

En esos días, paseando por el puente de Sant’Angelo, me encontré con el cardenal Carles, entonces arzobispo de Barcelona. Lo saludé y le agradecí que los cardenales hubiesen regalado a la Iglesia un papa como Benedicto XVI. Él me contestó sencillamente: «Hemos elegido al mejor». Era una certeza que muchos compartíamos. La excelencia de Joseph Ratzinger era tan destacada que sería imposible ocultarla: como teólogo y profesor, como arzobispo de Múnich y Frisinga, como Prefecto de la Congregación de la Fe en Roma… Y, estaba seguro de ello, también como Papa.

Los ocho años de pontificado (2005-2013) así lo han demostrado. También el inédito acto —en tiempos contemporáneos— de su renuncia, al igual que estos casi diez años vividos como Papa emérito. Su figura se agrandará aún más con el tiempo. Benedicto XVI era un Papa muy querido por los fieles, muy respetado por muchos intelectuales y también muy combatido, especialmente por ciertos sectores de la prensa alemana —quien haya leído la biografía escrita por Peter Seewald puede verificarlo—.

Amante de la belleza de la liturgia, respetuoso con la tradición de la Iglesia, ha sido, a mi juicio, el más moderno de los papas; aquel que más a fondo ha pensado la relación entre Cristianismo y Modernidad, entre fe y razón, apostando siempre por ser un “colaborador de la verdad”. Verdad y amor van de la mano: «El amor —caritas— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta», escribió en su tercera y última encíclica.

Su principal legado es, a mi juicio, además del testimonio de su vida, su enseñanza sobre la centralidad de Dios para la vida de los hombres. En la Plaza del Obradoiro, el 6 de noviembre de 2010, lo expuso con su habitual maestría, refiriéndose de modo especial a Europa. La aportación principal de la Iglesia a Europa «¡se centra en una realidad tan sencilla y decisiva como ésta: que Dios existe y que es Él quien nos ha dado la vida. Solo Él es absoluto, amor fiel e indeclinable, meta infinita que se trasluce detrás de todos los bienes, verdades y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón del hombre». Este Dios, de primera necesidad para los hombres, lo ha traído Jesucristo al mundo, tal como podemos leer en su espléndida obra Jesús de Nazaret.

Benedicto XVI acaba de cruzar el umbral hacia la otra vida, entrando en el misterio de Dios. No dio este paso solo, sino sostenido por el afecto y la oración de la Iglesia y de tantos hombres de buena voluntad. Como él dijo al comienzo de su pontificado: «Quien cree, nunca está solo; no lo está en la vida ni tampoco en la muerte».

Su vida en la tierra no ha sido inútil; ha dejado mucho poso. Le pedimos a Dios que el papa Benedicto nos siga acompañando desde el cielo.

Guillermo Juan Morado

Sacerdote y director del Centro Teológico de Vigo