jueves, 24 de septiembre de 2020

EL RETORNO A LA INOCENCIA

         El material del que está compuesto el inconsciente colectivo heredado, está compuesto fundamentalmente de imágenes. Sería como una colección de “diapositivas” o cuadros en un museo.

      Cuando uno se sitúa delante de un cuadro, (especialmente figurativo), y lo reflexiona, afluyen toda una serie de conocimientos, de ideas sobre la realidad reflejada.

   De forma similar, cuando uno se enfrenta ante la comunicación de alguien, inevitablemente se encuentra ante una serie de flases de alguna imagen inconsciente, que afloran a la conciencia del comunicador, desde su profundo interior.

       Con esta perspectiva, algunos de los dichos de Jesús, mejor o peormente transcritos en los escritos evangélicos, parece que reflejan una poderosa imagen sapiencial, (que nosotros también tenemos enterrada en la profundidad de nuestra mente, y actúa como llave-clave), con lo que nos aflora una relectura nueva y moderna, muy alejada de sus apariencias culturales a veces arcaica.

      Un ejemplo de esto es la narración de la expulsión de los “demonios” de la endemoniada, que ellos mismos se autodenominan “legión”, y que van a parar a una piara de cerdos cercana, y que con la psicología moderna, adquiere un sentido alegórico nuevo, y muy actual.

       Se trataría, (bajo la apariencia de una narración primitiva y supersticiosa), de una imagen muy moderna y actual, de la psicología humana: estamos divididos, fraccionados en una “legión de demonios autónomos”. Y nuestra liberación consiste en “expulsarlos”, coordinándolos y unificándolos.

       Ya decía hace días que en la mente humana no hay un yo, todopoderoso, que ordena y manda lo que se hace, como el jockey de un caballo.

       La mente humana, es un campo de batalla entre toda una serie de sistemas neurológicos independientes y autónomos, (complejos, arquetipos, homúnculos-minipersonalidades, etc.), que se han ido creando en nuestra mente a lo largo de nuestro desarrollo humano, y fruto de nuestra educación. Y en cada caso hay un vencedor.

       El “yo”, es un sistema más, el más importante, porque controla nuestros recuerdos, que configuran nuestra personalidad, nuestra “careta”. Pero no controla más que de vez en cuando.

       Y cuando lo hace, en vez de hacerlo unificando y coordinando el “gallinero” de bots internos, mediante la conciliación de opuestos, y dando galones a nuestros programas sapienciales internos, muchas veces lo hace a base de reprimir fuertemente dicho “gallinero”, generando una inestabilidad psicológica, en un falso equilibrio inestable, que no tarda mucho en manifestarse de nuevo, en una lucha perpetua.

En la simbólica narración bíblica del Pecado original, hay algo aparentemente poco claro. ¿Por qué comer del árbol del bien y del mal, es motivo de pecado?

       Se supone que el hombre primigenio, el humano “inocente” del Paraíso era el estado con el que el humano fue creado para vivir en la tierra, (Thomas Merton). Al adquirir el conocimiento, la ciencia, scientia, parece que se produce una desintegración, una desestructuración del humano, “el pecado original”.

       La inocencia original, es un actuar automáticamente, siguiendo nuestra naturaleza, como una flor o un árbol o un lobo. Es sencillo, como tener un reloj: son las tantas.

       Cuando vamos adquiriendo conocimientos, con cada uno de ellos, nos encontramos un nuevo reloj, que marca otra hora distinta. Y ahí empieza el lío. Necesitamos con cada nuevo reloj adquirido, reajustarlos todos, so pena de caer en un estado de confusión endémica.

       Hemos dejado de tener hora, hemos perdido la inocencia original. Y empezamos a dudar, y ante la duda, empezamos a taparnos nuestras partes pudendas con una hoja de parra, porque no estamos seguros de qué es lo que hay que hacer: nos entra la vergüenza.

       Estamos poseídos por una “legión” de relojes distintos, de “demonios”, tirando cada uno de ellos, de nosotros, volviéndonos locos, alienados.

    Entonces, ¿cómo hacemos para recuperar la inocencia, desestabilizada por el conocimiento, compatibilizándolos?

       Thomas Merton, en su diálogo con D. T. Suzuki, en su artículo “La reconquista del Paraíso”, lo aclara: “La inocencia no desplaza, ni destruye el conocimiento. Ambos van juntos”. Ahora bien, no se puede caer en el atajo de la inocencia quietista, la que corta por lo sano: si tu ojo te es motivo de pecado, ¡arráncatelo! Si el conocimiento de la realidad te es motivo de pérdida de la inocencia primigenia, ¡huye del conocimiento!

       Eso es confundir la inocencia primigenia con una ignorancia narcisista de bebé. No, el verdadero camino de recuperar la inocencia perdida, es una continua labor de resituación del conocimiento adquirido, para unificarlo en nuestro interior, con el resto: poner todos y cada nuevo reloj, a la hora buena, (que no necesariamente debe ser la del primer reloj).

       Ese es el arduo e inacabado camino de la sabiduría, o de la santidad, en términos tradicionales. Por eso sigue Merton: “En la inocencia original, todo se ha obrado en nosotros, pero sin nosotros. Pero debemos a aprender a obrar en el plano del conocimiento, scientia, donde la gracia hace su trabajo en nosotros, pero “no sin nosotros”.

       Lo que dicho en término psicológicos actuales, el trabajo lo hace ese núcleo “divino”, que tenemos dentro de nosotros instalado en el profundo inconsciente colectivo que está incorporado en nuestra naturaleza heredada.

       Solo que lo hace, si le abrimos camino hasta su afloramiento a la conciencia consciente, mediante la limpieza de tanto estorbo de ideas erróneas e inútiles: la “limpieza de corazón”, o la “vacuidad de morralla”. Y si lo deseamos de verdad.

Inicia Merton su artículo, con una cita de “Los hermanos Karamazov”, en la que el Staretz Zósima, dice: “No comprendemos que la vida es el Paraíso; pues bastaría con que deseáramos comprenderlo, para que el paraíso se nos presentara en el acto, ante nuestros ojos, con toda su belleza”.

      Isidoro García Gómez.

SENSIBILIDADE COA RELIXIÓN

 "Ser sensible coa relixión é unha obriga de todo aquel que queira entender o fenómeno humán"

Ser sensible coa relixión é unha obriga de todo aquel que queira entender o fenómeno humán. As relixións, todas, conteñen o mecanismo psicolóxico do home. Todos os matices psicolóxicos están nos mitos e ritos relixiosos. Así que aqueles que desprezan olimpicamente as crenzas relixiosas que vaian tomando nota.

O anticlericalismo e a xenreira contra a relixión seguen activos en círculos da esquerda política. É unha herdanza petrificada nos seus programas. Mentres que a esquerda non se libere de esa actitude antirelixiosa vai seguir perdendo o tempo. Disgregará as súas forzas. Andará entretida e confusa e non traballará no importante. E máis aínda, cometerá inxustizas graves contra as persoas nas fibras íntimas da súa personalidade. As burlas e ataques á relixión son ademais de inxustos e malvados, son torpes, inútiles e ofuscan a mente dos agresores.

Conseguen o premio de aumentar o numero de inimigos da esquerda. Calquera antropólogo pode explicar a un esquerdista que a relixión é a expresión da psicoloxía humana: As angurias, as esperanzas cobran forma en algo sublime como o entusiasmo estético. Arte e relixión van xuntos dende os comezos dos tempos. Leo que queren suprimir os cregos dos hospitais. O aforro en cregos seguramente aumentará o gasto en ansiolíticos.

Os argumentos económicos disimulan mal o anticlericalismo de fondo. Non toquedes a sensibilidade relixiosa. «Non queirades ser como deuses». Facer mal por facer mal é inxusto e máis estúpido.

 

Eduardo Fra Molinero

ONDE ESTÁ O NOSO AUXILIO?

Desde hai uns anos discútese en moitos foros se estamos nun cambio de época máis que en época de cambios. A crise xeral provocada pola Covid-19 é vista por moitos como ese punto de inflexión que marca o fin dunha época e o comezo doutra. Supoño que é moi pronto para decidilo e que é necesario que pasen uns cuantos anos para ver que feito da historia recente leva o premio de ser a icona dese cambio de época.

Durante os primeiros días do estado de alarma aventureime a profetizar que esta situación ía adiantar en 5-10 anos o proceso de descristianización no que está Occidente desde fai xa bastante tempo. Algúns compañeiros dixéronme que esaxeraba aínda que estes mesmos despois déronme a razón cando volvemos á nova normalidade. Lamento non equivocarme.

Durante estes días xa se empezaron a oír máis voces dicindo isto mesmo, incluso as dalgún cardeal da Igrexa, como a do arcebispo de Luxemburgo, Mons. Hollerich, que sostén que a pandemia de coronavirus pode acelerar a secularización de Europa en 10 anos e que esta situación ten que ser unha oportunidade «que nos permita reorganizarnos mellor, para ser máis cristiáns» e deixar atrás un «cristianismo meramente cultural».

Moitos anos antes foi o coñecido teólogo Rhaner o que dixo «o cristián do futuro ou será un místico ou non será cristián». Xa daquela víase vir con toda claridade o cambio de época que se pode estar a producir neste tempo.

Está claro que un cristianismo meramente cultural só serve para falsear as estatísticas e crernos que todo estaba ben, porque as igrexas aínda se enchían con bastante frecuencia. Pero abonda un virus para que da noite á mañá as igrexas queden baleiras e, o peor, que case ninguén o lamente nin bote en falta os sacramentos nin un lugar no que alimentar a fe; nin sequera no momento de despedir aos seres queridos.

Gústame lembrar con frecuencia as palabras de Bieito XVI, na súa encíclica Deus caritas est, na que nos deixa esta rotunda afirmación: «Non se comeza a ser cristián por unha decisión ética ou unha gran idea, senón polo encontro cun acontecemento, cunha Persoa, que dá un novo horizonte á vida e, con iso, unha orientación decisiva». Este é o futuro e por aquí é por onde temos que recomenzar. Todo o demais é un querer e non poder.

Custa pór o punto final a unha época. Custa pechar unha porta. Pero cando os balances son os que son é necesario facelo dunha vez e comezar de novo e de «cero», volvendo ás orixes para que a fe en Xesucristo sexa o que ten que ser e non unha cousa meramente cultural. Algo do que nos servimos cando non sabemos que facer cando o neno nace, faise adolescente ou cando hai que despedir ao pai ou ao avó.

Ante esta situación provocada polo coronavirus e os seus efectos colaterais na vida da Igrexa e dos cristiáns, só queda dicir como o salmista (123, 8a): «O noso auxilio é o nome do Señor, que fixo o ceo e a terra».

 

Miguel Ángel Álvarez Pérez

 

 


CARTA A DIOS

Querido Dios:

Aquí estoy, intentando explicarte como me siento o lo que siento, aunque tú ya lo sabes.

Nunca te veo. A veces te presiento en mi interior, pero puede que sean imaginaciones mías. ¡Si al menos fueras un poquito más claro cuando te manifiestas y si hicieses que fuera más fácil encontrarte…!

Te pido muchas veces que me des fe, pues la que tengo no me llega para verte claramente.

Sabes de todos mis miedos. Sabes de mi miedo al futuro, incluso más que a la enfermedad -a la que también tengo un miedo horrible-, al miedo de quedarme sola en la vejez.

Por otra parte, Dios mío, perdóname, pero no te entiendo. Si de verdad nos quieres ¿Por qué dejas que tanta gente lo pase tan mal? Mira, Señor a las personas de muchos lugares África, a los que tienen que emigrar, a los de Yemen y a los de tantos países que no tienen nada. ¿Por qué los dejas en esta situación tanto tiempo? ¿Por qué ahora esta pandemia que tantas penas está causando?

¡Dios mío!, si es verdad que eres todo amor, ¿Por qué en tantas personas no pones ahora ese amor?

¡Dios mío!, esta carta es dura, pero es así como me siento ahora.

Por otra parte, en cuanto a mí, solo quiero darte gracias infinitas por la vida que me has dado hasta ahora. Todo lo he tenido fácil. Gracias por mi familia, por mi salud, por mis amigos  por lo mucho que me has dado.

Señor, tengo un miedo horrible al futuro, a lo que me pueda venir y, si es malo, a no saber aceptarlo con resignación (Dios mío, pienso en la enfermedad de N., que me afectó bastante…).

¡Dios mío!, sigo pidiéndote que aumentes mi fe para que pueda tenerte de apoyo en lo que me depare la vida.

Por otra parte, pienso muchas veces que solo te quiero por puro egoísmo, que quiero tenerte solo como un bastón de apoyo cuando las cosas no me van bien. Quizás por eso no me haces caso.

Ayúdame, Señor. Seguiré.

Tengo que desahogarme contigo.

Te necesito en mi vida,

pero necesito saber que estás,

que de verdad existes

¡Ayúdame! Jesús, Dios mío.

¡Cuántas cosas te diría si te tuviera enfrente!

No me cansaría de contarte y ¡qué fácil sería entenderte!

Quizá en otra ocasión.

 

lunes, 14 de septiembre de 2020

FILOSOFÍA DEL AMOR

 La razón es finita, pero el sentimiento de amor

es infinito (Romanticismo alemán).

   El amor consiste simplemente en amar, y complejamente en ser amado. Hay una compenetración entre amante y amado o amada de ida y vuelta, una coimplicidad que topa con el otro/otra, un salir de sí a la otredad. El amor es un reconocerse a sí mismo a través de otro, un perderse para encontrarse, un darse confiando que el otro nos acoja como lo acogemos.

      El amor no es pues coger sino acogida, unión y afirmación mutua. Pienso que el amor es el sentido de la vida porque la dota de pro-creatividad, pero es también el sentido de la muerte porque abre su finitud al infinito. En efecto, el feeling o hilo sentimental del amor es el hilo de Ariadna, el cual nos saca de nuestra soledad en el laberinto de la vida-muerte, atrapados por el monstruo Minotauro. La pérdida del amor es la pérdida de nosotros mismos en el laberinto.

      El psicólogo S.Freud parece confundir el amor como una expresión de la sexualidad, cuando es al revés: la sexualidad es la expresión del amor, que adquiere así la primacía humana. Esta primacía del amor humano se basa en la com-pasión, la cual dice consentimiento y mutuo compadecimiento por nuestra situación de encerrona existencial en este mundo. Pues lo que hace el amor es un abrimiento radical, el tránsito de la finitud a la infinitud o indefinitud abierta.

      Ello es así porque el amor implica la fe en el/lo otro, así como la esperanza en su reciprocidad. El romanticismo alemán definió el amor como fe y creencia en el otro y en el Otro (el Dios-amor), porque garantiza nuestro amor humano. Así que el amor es un acto de fe y esperanza cuasi religiosa, pues no en vano el amor dice religación o coligación. Creo y espero porque amo, y amo porque creo y espero.

      La fe confiada en el amor intersecta la eternidad y la temporalidad, de donde la sensación del amor como finito e infinito. Por eso en la obra de Unamuno –San Manuel Bueno y mártir–, el sacerdote protagonista acaba eligiendo no la fe celestial, sino el amor terrestre a sus fieles, abriéndolos a una fe que él mismo solo obtiene por ese amor de compasión por el prójimo.

      Curiosamente la historia del cristianismo refleja bien esta problemática. En efecto, san Pablo y el protestantismo privilegian la fe, fiducia o confianza en el Dios-amor, mientras que san Pedro y el catolicismo privilegian las obras y rituales religiosos en honor del Dios. Sólo san Juan, el discípulo amado, optó directamente por el amor humano-divino. Hoy sale vencedor el discípulo amado por Jesús y su teología del Dios-amor, por eso el Cristo de su Juicio Final en la Capilla Sixtina aparece conteniendo su furor de Pantocrátor ante los enjuiciados finalmente por amor.

      Así que creemos, esperamos y obramos bien porque amamos, y la única manera de amor es sencillamente amar al otro como a uno mismo. El amor es la única prueba de la existencia divina de Dios, y la única muestra de la existencia humana del hombre, sin el cual este es un animal. El amor representa nuestra afirmación radical humana, mientras que el antiamor representa nuestra negación radical inhumana. Sólo el amor nos salva de nosotros mismos, pues el amor es creencia y creación de trascendencia, su símbolo o cifra: el bien inmanente que resulta trascendental. El hombre se hizo y se hace hombre por el amor: por eso es el animal capaz de amar (transracional).

Andrés Ortiz.

CRISTO Y LA IGLESIA

A la historia del hombre sobre la tierra se le llama “la historia de la salvación”, y en ella se distinguen tres etapas: La salvación escatológica, la salvación redentora y la salvación eclesiológica. En estas tres palabras se condensa el proceso vocacional del hombre hacia la pascua definitiva. Todo lo vocacional implica llamada y respuesta.

Nuestra historia salvífica comenzó con nuestra llamada existencia. Dios no necesitaba del hombre para ser feliz, pero necesitaba de nosotros para hacernos felices. El Dios eterno en su origen e infinito en poder y bondad, comparte sus dones con las criaturas y, en virtud de su vocación dadivosa, decretó crear al hombre para tener a quien amar y para hacerle feliz en su reino. En el reino de Dios hay que distinguir dos fases: una celestial y eterna, y otra terrenal y perecedera.

La fase terrenal del reino comenzó con el “sí” de Dios que, en el momento de la creación, elevó al hombre al orden sobrenatural y lo destinó a ser plenamente feliz ya aquí en la tierra, convertida en paraíso terrenal.

Está claro que, según el plan de Dios, todos tenemos vocación de cielo, pero toda vocación se integra de llamada y de respuesta. Si la llamada no es acogida, la vocación es frustrada y, desafortunadamente, éste ha sido nuestro caso: el hombre dijo “no” a Dios, y el paraíso terrenal se convirtió en “valle de lágrimas”. El llanto es desde entonces “patrimonio de la humanidad”.

El pecado del hombre cambió la suerte de la humanidad en la tierra, pero no cambió el corazón de Dios respecto a nosotros, a quienes continúa amando con amor sin límites.

Adán, llamado a ser jefe de un pueblo unido y obediente al Creador es ahora el caudillo de una comunidad dividida y en rebeldía con su Hacedor. Se requiere un nuevo Adán, que restaure la comunión con Dios y la fraternidad entre los hombres. Hay que empezar de nuevo. A esta regeneración se le llama “redención”, y su restaurador es Jesús, el Hijo de Dios vivo. A Él le hubiera bastado un solo acto de su humanidad santísima para llevar a efecto la misión confiada por el Padre. Pero Jesús no solo vino a expiar nuestras culpas: quiere ser también nuestro maestro y nuestro modelo, y a ello dedicó los treinta años de su vida terrenal con su comportamiento ejemplarizante. Y al final de sus días, fundó la Iglesia, a la que confió la misión de continuar su obra redentora en el mundo.

La Iglesia es la encarnación de la providencia de Dios en la redención haciéndose. Los hombres no somos la Iglesia, pero somos de la Iglesia. De su misión somos beneficiarios, a la vez que colaboradores. Ella es divina y humana. Todo lo divino que Dios le regala, la hace hermosa y amable. Lo que nosotros le aportamos no siempre es positivo; más bien es censurable a los ojos de grandes sectores. De estas limitaciones, no siempre somos “culpables”, pero sí “responsables”, puesto que el comportamiento de los cristianos condiciona la evaluación que los no creyentes hacen de ella. Los cristianos somos la cara visible de la Iglesia. La Iglesia no es una mera institución humana. La Iglesia es la presencia de Dios entre los hombres, para proseguir la obra comenzada por Cristo en la tierra. La Iglesia es divina, porque su cabeza es Cristo; pero también es humana, porque sus miembros somos nosotros, salpicados de imperfecciones. Hay en ella dos dimensiones: una divina y santa, y otra humana y pecadora. Como divina, merece nuestro aprecio y estima. Como humana y pecadora, necesita nuestro perdón, puesto que somos nosotros los que la manchamos con nuestro incorrecto comportamiento.

Valoremos, pues, a la Iglesia, por lo que tiene de divina y santa; y compadezcámosla por lo que de nosotros tiene de negativo, y vistámosla de fiesta con nuestra santidad personal, para que sus enemigos la miren sin prejuicios y le agradezcan sus servicios.

Indalecio Gómez Varela

Canónigo de la Catedral de Lugo

jueves, 10 de septiembre de 2020

VENTANAS DEL ALMA

"Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos"

"Si te hace caso, has salvado a tu hermano" (Mt 18, 15-20)

De mi infancia no recuerdo nada tan abiertamente como la ventana a la que me asomaba cada mañana para ver el mundo. El mundo se abría ante mí concentrado en las ventanas y tejados de las viviendas que se podían ver desde la mía. Tras cada ventana imaginaba yo otras vidas y la misma luz iluminandolas de noche o el mismo aire corriendo por el día entre nosotros. Yo no sabía más que lo que estaba viendo mientras lo miraba, atento a cada esquina, cristal, altura en la distancia...Yo no veía más que lo que estaba a la vista de la manera que mi propia posición lo permitía.

Fue así como llegué a tomar conciencia de mi punto de vista. Lo que no podía ver me lo imaginaba o preguntaba, más bien, cómo sería: diferente y semejante a la vez, familiar y extraño, sencillo y complicado. Desde mi propio mundo me asomaba al mundo común; desde mi vergel veía el desierto, ancho y expuesto al espejismo, a la noche fría y despierta a los misterios. Si yo hubiera vivido en cualquiera otra de las viviendas que rodeaban la mía, habría visto el mundo desde otra ventana. Si yo fuera el vecino de enfrente o el de la esquina gozaría de otro punto de vista diferente. Pero yo era yo y mi ventana abierta al mundo era precisamente la mía.

Tardé muchos años en hacer un descubrimiento transcendental. Mi ventana no se abría a la calle, por lo que yo no podía verla desde fuera cada vez que salía de mi casa. Mi ventana se abría al patio del instituto donde yo soñaba con estudiar cuando fuera mayor. Por eso, el día de mi entrada en el instituto fue el primero en que pude ver mi ventana desde fuera. Ése fue, para mí, el día de un gran descubrimiento. Por primera vez, desde el patio del instituto, pude contemplar mi ventana a lo lejos. Aún recuerdo la impresión de aquel momento. Me extrañó ver mi ventana tan pequeña, una más entre otras muchas, solo eso.

"Si tu hermano peca contra ti, reprendelo", enseña el evangelio. Si peca contra ti, es decir, si pretende que veas las cosas tal como él las ve desde su ventana. Porque en la raíz del pecado no se encuentra sino esta loca pretensión: que el mundo sea tal como lo veo yo desde mi ventana. Si es tal como yo lo veo y lo imagino, será entonces tal como yo quiero que sea. El otro ya no será otro sino extensión de mí mismo. No será sujeto sino objeto de interés, de  vana compasión o indiferencia. Y yo podré buscarle si me interesa o desdeñarle si no me interesa. El egoísmo será el principio de la ética: en el fondo siempre yo asomado  a mi ventana y el mundo entero a mi servicio.

El evangelio enseña, sin embargo, a bajar al patio del instituto, allí donde mi ventana y la tuya son apenas dos ventanas entre tantas. Alli donde no es el mundo común lo que se abre ante nosotros sino tú ante mí, yo ante ti. Allí donde dos se miran a los ojos, el mundo común -tal como yo lo veo, por supuesto- se desmorona. "Si te hace caso..." es decir, si no evita tu mirada, "has salvado a tu hermano". No le has salvado tú. Ha sido él mismo quien se ha salvado por su fe en ti, por su entrega a otra mirada diferente de la que nos entrega el mundo entero cada vez que abrimos la ventana y vemos tantas otras en torno a la nuestra. Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos: ¡transcendental descubrimiento!

Víctor Márquez Pailos.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

La mística en la teología del siglo XX: Karl Rahner Y Hans Urs von Balthasar; Ángel Cordovilla

Este  artículo  estudia  el  sentido  que  tiene  la  mística  en  la  teología  de  Karl Rahner y Hans Urs von Balthasar, ayudando así de forma indirecta al discernimiento teológico en torno al fenómeno místico, tan de moda en la sociedad actual. A ambos les une una comprensión de la mística en su referencia al misterio. Para Rahner ella nace del encuentro inmediato y personal con el misterio incomprensible de Dios y ha de ser vivida en un mundo donde la secularidad y el pluralismo se han convertido en el humus vital. Para Balthasar la mística es la vida cristiana en total obediencia al misterio de Dios bajo la forma de seguimiento de Cristo, participando así en su obediencia al Padre por el bien de aquellos que el Hijo único, como primogénito de todos los hombres, no se avergüenza de llamar hermanos.


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VENTANAS DEL ALMA

"Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos"

"Si te hace caso, has salvado a tu hermano" (Mt 18, 15-20)

De mi infancia no recuerdo nada tan abiertamente como la ventana a la que me asomaba cada mañana para ver el mundo. El mundo se abría ante mí concentrado en las ventanas y tejados de las viviendas que se podían ver desde la mía. Tras cada ventana imaginaba yo otras vidas y la misma luz iluminandolas de noche o el mismo aire corriendo por el día entre nosotros. Yo no sabía más que lo que estaba viendo mientras lo miraba, atento a cada esquina, cristal, altura en la distancia...Yo no veía más que lo que estaba a la vista de la manera que mi propia posición lo permitía.

Fue así como llegué a tomar conciencia de mi punto de vista. Lo que no podía ver me lo imaginaba o preguntaba, más bien, cómo sería: diferente y semejante a la vez, familiar y extraño, sencillo y complicado. Desde mi propio mundo me asomaba al mundo común; desde mi vergel veía el desierto, ancho y expuesto al espejismo, a la noche fría y despierta a los misterios. Si yo hubiera vivido en cualquiera otra de las viviendas que rodeaban la mía, habría visto el mundo desde otra ventana. Si yo fuera el vecino de enfrente o el de la esquina gozaría de otro punto de vista diferente. Pero yo era yo y mi ventana abierta al mundo era precisamente la mía.

Tardé muchos años en hacer un descubrimiento transcendental. Mi ventana no se abría a la calle, por lo que yo no podía verla desde fuera cada vez que salía de mi casa. Mi ventana se abría al patio del instituto donde yo soñaba con estudiar cuando fuera mayor. Por eso, el día de mi entrada en el instituto fue el primero en que pude ver mi ventana desde fuera. Ése fue, para mí, el día de un gran descubrimiento. Por primera vez, desde el patio del instituto, pude contemplar mi ventana a lo lejos. Aún recuerdo la impresión de aquel momento. Me extrañó ver mi ventana tan pequeña, una más entre otras muchas, solo eso.

"Si tu hermano peca contra ti, reprendelo", enseña el evangelio. Si peca contra ti, es decir, si pretende que veas las cosas tal como él las ve desde su ventana. Porque en la raíz del pecado no se encuentra sino esta loca pretensión: que el mundo sea tal como lo veo yo desde mi ventana. Si es tal como yo lo veo y lo imagino, será entonces tal como yo quiero que sea. El otro ya no será otro sino extensión de mí mismo. No será sujeto sino objeto de interés, de  vana compasión o indiferencia. Y yo podré buscarle si me interesa o desdeñarle si no me interesa. El egoísmo será el principio de la ética: en el fondo siempre yo asomado  a mi ventana y el mundo entero a mi servicio.

El evangelio enseña, sin embargo, a bajar al patio del instituto, allí donde mi ventana y la tuya son apenas dos ventanas entre tantas. Alli donde no es el mundo común lo que se abre ante nosotros sino tú ante mí, yo ante ti. Allí donde dos se miran a los ojos, el mundo común -tal como yo lo veo, por supuesto- se desmorona. "Si te hace caso..." es decir, si no evita tu mirada, "has salvado a tu hermano". No le has salvado tú. Ha sido él mismo quien se ha salvado por su fe en ti, por su entrega a otra mirada diferente de la que nos entrega el mundo entero cada vez que abrimos la ventana y vemos tantas otras en torno a la nuestra. Los ojos son la ventana del mundo. Por ellos veo el mundo entero y me veo a mí en el centro. Pero son también las ventanas del alma. Por ellos puedo verme en otros ojos que no serán nunca los míos: ¡transcendental descubrimiento!

martes, 1 de septiembre de 2020

PENSAR E DISCERNIR EN TEMPOS DE PANDEMIA

Facer memoria do ocorrido durante este tempo de pandemia, tratar de entender como nos afectan estas crises ás nosas existencias, discernir as necesidades dos seres humanos máis vulnerables, lembrar o pasado para vivir o presente con ilusións e esperanzas de futuro, espertar da nosa pasividade e redescubrir o máis grande da nosa interioridade…, son tarefas urxentes nestes tempos nos que todos, dun xeito ou outro, sentímonos afectados.

O corazón gardará memoria viva destas situacións. Aínda que recoñecemos que os contactos se puideron traducir en contaxios, as comunicacións en contaminacións e as relacións humanas en soidades inmensas e eternas, hai sempre algo positivo en medido da negatividade e as sombras ameazantes da morte. Estas pandemias que pon en corentena o futuro da humanidade orixinan, con mais intensidade, outras pandemias psíquicas que dexeneran en medo, temor e tedio. Confinados nos nosos fogares e cos templos pechados, crentes e non crentes preguntámonos onde atopar a Deus no medio de tanta desgraza. Pregunta nova e eterna que xorde inevitablemente alí onde hai dor, sufrimento e morte.

Onde está Deus? Ocúltase, escóndese, cala, disfrázase, ponse a máscara para xogar co ser humano aos agochos? Algúns, empuxados quizá pola dor das situacións vividas, acudiron ao seu encontro aínda que até entón as súas relacións fosen frías ou inexistentes. Outros, pola contra, aos que case ninguén faría cambalear nas súas conviccións relixiosas, sentiron que este aparente silencio de Deus durante esta inesperada tormenta sacudía os alicerces da fe. Este escenario, tan diverso como o camiño persoal de cada ser humano, testemuña a nosa probada vulnerabilidade e abre a porta a novos interrogantes: Está Deus ausente destas realidades ou está tamén crucificado no patíbulo e nas U.C.I.S. dos apestados? Estas crises axudan a espertar a fe durmida nas tranquilidades dunhas existencias cómodas e indiferentes aos problemas dos demais ou, pola contra, provocan o afastamento, o agnosticismo e a indiferenza relixiosa? En calquera das direccións, a Igrexa, como comunidade de seguidores de Xesús, o Fillo de Deus encarnado na historia, está chamada a acompañar nestes procesos contribuíndo a unha nova misión evanxelizadora e a unha nova presenza social significativa e visible. Aínda que é moi difícil entrar na interioridade e na intimidade do ser humano, en situacións de crises as persoas sempre miran de novo cara ao esencial, realidade que inclúe unhas relacións humanas máis verdadeiras, as preguntas fundamentais da vida e o sentido último da existencia. Estas situacións poden axudarnos a entender o que grandes pensadores da humanidade afirmaron: Que Deus sempre está aí, con frecuencia tamén acompañándonos na cruz para liberarnos e resucitarnos dos sepulcros; que El non é autor do mal; que o mal é sempre ausencia de ben; que Deus actúa no ámbito do respecto ás nosas liberdades, o don máis grande da creación concedido ao ser humano; e que, por riba de todo, estamos chamados á vida en común, a unha cultura do compartir fronte á de competir, ás presenzas constantes acolledoras e próximas e a uns acompañamentos cada vez máis empáticos e saudables con aqueles que viven en soidade e abandono as súas cruces cotiás. Axudarnos uns a outros a baixar delas ou a impedir que existan é a mellor lección que podemos ofrecer nas actuais circunstancias.

 

José Mario Vázquez Carballo