PAPA FRANCISCO / VOZ DEL PAPA
En la homilía de la Misa conmemorativa de los sesenta años
del Concilio Vaticano II, el Santo Padre nos anima a volver a él, porque eso,
de algún modo, no es ‘indietrismo’.
A continuación, las palabras del Papa Francisco en la tarde
del martes 11 de octubre, aniversario del inicio del Concilio que impulsó Juan
XXIII:
“¿Me amas?”. Es la primera frase que Jesús dirige a Pedro en
el Evangelio que hemos escuchado (Jn 21,15). La última, en cambio, es:
“Apacienta mis ovejas” (v. 17). En el aniversario de la apertura del Concilio
Vaticano II sentimos que el Señor nos dirige estas palabras también a nosotros,
a nosotros como Iglesia: ¿Me amas? Apacienta mis ovejas.
En primer lugar: ¿Me amas? Es una interrogación, porque el
estilo de Jesús no es tanto el de dar respuestas, como el de hacer preguntas,
preguntas que interpelan la vida. Y el Señor, que “habla a los hombres como
amigos, movido por su gran amor y mora con ellos” (Dei Verbum, 2), nos pregunta
todavía y seguirá preguntando siempre a la Iglesia, su esposa: “¿Me amas?”.
El Concilio Vaticano II fue una gran respuesta a esa
pregunta. Fue para reavivar su amor que la Iglesia, por primera vez en la
historia, dedicó un Concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre
su propia naturaleza y su propia misión. Y se redescubrió como misterio de
gracia generado por el amor, se redescubrió como Pueblo de Dios, Cuerpo de
Cristo, templo vivo del Espíritu Santo.
Esta es la primera mirada que hay que tener sobre la
Iglesia, la mirada de lo alto. Sí, hay que mirar la Iglesia ante todo desde lo
alto, con los ojos enamorados de Dios. Preguntémonos si en la Iglesia partimos
de Dios, de su mirada enamorada sobre nosotros.
Siempre existe la tentación de partir más bien del yo que de
Dios, de anteponer nuestras agendas al Evangelio, de dejarnos transportar por
el viento de la mundanidad para seguir las modas del tiempo o de rechazar el
tiempo que nos da la Providencia de volver atrás.
Pero estemos atentos: ni el progresismo que se adapta al
mundo, ni el tradicionalismo que añora un mundo pasado son pruebas de amor,
sino de infidelidad. Son egoísmos pelagianos, que anteponen los propios gustos
y los propios planes al amor que agrada a Dios, ese amor sencillo, humilde y
fiel que Jesús pidió a Pedro.
¿Me amas tú? Redescubramos el Concilio para volver a dar la
primacía a Dios, a lo esencial, a una Iglesia que esté loca de amor por su
Señor y por todos los hombres que Él ama, a una Iglesia que sea rica de Jesús y
pobre de medios, a una Iglesia que sea libre y liberadora.
El Concilio indica a la Iglesia esta ruta: la hace volver,
como Pedro en el Evangelio, a Galilea, a las fuentes del primer amor, para
redescubrir en sus pobrezas la santidad de Dios (cf. Lumen gentium, 8c; cap.
V), para volver a encontrar en la mirada del Señor crucificado y resucitado la
alegría perdida, para concentrarse en Jesús.
El Papa Juan XXIII, en sus últimos días, escribía: “Esta
vida mía que llega a su fin no podría terminar mejor que concentrándome
totalmente en Jesús, Hijo de María… grande y continuada intimidad con Jesús,
contemplado en imagen: niño, crucificado, adorado en el Sacramento” (Diario del
alma, 977-978). ¡Esta es nuestra mirada alta, nuestra fuente siempre viva!
Jesús, la Galilea del amor, Jesús que nos llama, Jesús que nos pregunta: “¿Me
amas?”.
Hermanos, hermanas, volvamos a las límpidas fuentes de amor
del Concilio. Reencontremos la pasión del Concilio y renovemos la pasión por el
Concilio. Abismados en el misterio de la Iglesia madre y esposa, digamos
también nosotros, con san Juan XXIII: Gaudet Mater Ecclesia (Discurso en la
apertura del Concilio, 11 octubre 1962).
Que en la Iglesia viva la alegría. Si no se alegra se
contradice a sí misma, porque olvida el amor que la ha creado. Y, sin embargo,
¿cuántos entre nosotros no logran vivir la fe con alegría, sin murmurar y sin
criticar? Una Iglesia enamorada de Jesús no tiene tiempo para conflictos,
venenos y polémicas.
Que Dios nos libre de ser críticos e impacientes, amargados
e iracundos. No es sólo cuestión de estilo, sino de amor, porque el que ama,
como enseña el apóstol Pablo, hace todo sin murmuraciones (cf. Flp 2,14).
Señor, enséñanos a mirar alto, a mirar la Iglesia como la
ves Tú. Y cuando seamos críticos y estemos insatisfechos, recuérdanos que ser
Iglesia es testimoniar la belleza de tu amor, es vivir respondiendo a tu
pregunta: ¿me amas?
¿Me amas? Apacienta mis ovejas. Apacienta: Jesús expresa con
este verbo el amor que desea de Pedro. Pensemos precisamente en Pedro: era un
pescador de peces y Jesús lo transformó en pescador de hombres (cf. Lc 5,10).
Ahora le asigna un nuevo oficio, el de pastor, que nunca
había ejercitado. Y es un cambio, porque mientras el pescador toma para sí,
atrae hacia sí, el pastor se ocupa de los otros, apacienta a los otros. Es más,
el pastor vive con su rebaño, alimenta a las ovejas, se encariña con ellas. No
está arriba, como el pescador, sino en medio.
Esta es la segunda mirada que nos enseña el Concilio, la
mirada en el medio, estar en el mundo con los demás y sin sentirnos jamás por
encima de los demás, como servidores del Reino de Dios (cf. Lumen gentium, 5);
llevar la buena noticia del Evangelio a la vida y en las lenguas de los hombres
(cf. Sacrosanctum Concilium, 36), compartiendo sus alegrías y sus esperanzas
(cf. Gaudium et spes, 1).
Qué actual es el Concilio, nos ayuda a rechazar la tentación
de encerrarnos en los recintos de nuestras comodidades y convicciones, para
imitar el estilo de Dios, que nos ha descrito hoy el profeta Ezequiel: “ir en
busca de la oveja perdida y hacer volver al rebaño a la descarriada, vendar a
la que está herida y curar a la enferma” (cf. Ez 34,16).
Apacienta: la Iglesia no celebró el Concilio para
contemplarse, sino para darse. En efecto, nuestra santa Madre jerárquica, que
surgió del corazón de la Trinidad, existe para amar. Es un pueblo sacerdotal
(cf. Lumen gentium, 10 ss.), no debe sobresalir ante los ojos del mundo, sino
servir al mundo.
No lo olvidemos: el Pueblo de Dios nace extrovertido y
rejuvenece desgastándose, porque es sacramento de amor, «signo e instrumento de
la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen
gentium, 1).
Hermanos, hermanas, volvamos al Concilio, que ha
redescubierto el río vivo de la Tradición sin estancarse en las tradiciones;
que ha reencontrado la fuente del amor no para quedarse en el monte, sino para
que la Iglesia baje al valle y sea canal de misericordia para todos. Volvamos
al Concilio para salir de nosotros mismos y superar la tentación de la
autorreferencialidad.
Y pastoreando, superad la nostalgia del pasado, el
arrepentimiento de la relevancia, el apego al poder, porque vosotros, Pueblo
santo de Dios, sois un pueblo pastoral: no existís para pastorearos a vosotros
mismos, para escalar, sino para pastorear a los demás, a todos los demás, con
amor.
Apacienta, repite el Señor a su Iglesia; y apacentando,
supera las nostalgias del pasado, la añoranza de la relevancia, el apego al
poder, porque tú, Pueblo santo de Dios, eres un pueblo pastoral, no existes
para apacentarte a ti mismo, para escalar, sino para pastorear a los demás, a
todos los demás, con amor.
Y, si es justo tener una atención particular, que sea para
los predilectos de Dios, para los pobres y los descartados (cf. Lumen gentium,
8c; Gaudium et spes, 1); para ser, como dijo el Papa Juan, «la Iglesia de
todos, en particular la Iglesia de los pobres» (Radiomensaje a los fieles de
todo el mundo, un mes antes de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II,
11 septiembre 1962).
¿Me amas? Apacienta —concluye el Señor— mis ovejas. No
piensa sólo en algunas, sino en todas, porque las ama a todas, las llama a
todas afectuosamente “mías”. El buen Pastor ve y quiere a su grey unida, bajo
la guía de los pastores que le ha dado.
Quiere —tercera mirada— la mirada de conjunto. El Concilio
nos recuerda que la Iglesia, a imagen de la Trinidad, es comunión (cf. Lumen
gentium, 4.13).
El diablo, en cambio, quiere sembrar la cizaña de la
división. No cedamos a sus lisonjas, no cedamos a la tentación de la
polarización. Cuántas veces, después del Concilio, los cristianos se empeñaron
por elegir una parte en la Iglesia, sin darse cuenta que estaban desgarrando el
corazón de su Madre. Cuántas veces se prefirió ser “hinchas del propio grupo” más
que servidores de todos, progresistas y conservadores antes que hermanos y
hermanas, “de derecha” o “de izquierda” más que de Jesús; erigirse como
“custodios de la verdad” o “solistas de la novedad”, en vez de reconocerse
hijos humildes y agradecidos de la santa Madre Iglesia.
El Señor no nos quiere así, nosotros somos sus ovejas, su
rebaño, y sólo lo somos juntos, unidos. Superemos las polarizaciones y
defendamos la comunión, convirtámonos cada vez más en “una sola cosa”, como
Jesús suplicó antes de dar la vida por nosotros (cf. Jn 17,21).
Que nos ayude en eso María, Madre de la Iglesia. Que
acreciente en nosotros el anhelo de unidad, el deseo de comprometernos por la
plena comunión entre todos los creyentes en Cristo. Es hermoso que hoy, como
durante el Concilio, estén con nosotros los representantes de otras comunidades
cristianas. ¡Gracias por su presencia!
Te damos gracias, Señor, por el don del Concilio. Tú que nos
amas, líbranos de la presunción de la autosuficiencia y del espíritu de la
crítica mundana.
Tú, que nos apacientas con ternura, condúcenos fuera de los
recintos de la autorreferencialidad. Tú, que nos quieres una grey unida,
líbranos del engaño diabólico de las polarizaciones. Y nosotros, tu Iglesia,
con Pedro y como Pedro te decimos: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te
amamos” .