Me asombra el progreso de la ciencia y de la tecnología derivada de ella, increíble éxito colectivo de nuestra especie Sapiens para hacer la vida menos sufriente y más confortable. De ningún modo quisiera volver a las condiciones de vida de hace solo 200 años: sin vacunas, antibióticos ni anestesia, sin bicis, coches ni trenes; sin cerillas ni luz eléctrica, ni frigorífico ni ascensor, ni teléfono ni radio. Ni siquiera quisiera volver al año 1995, año en que aún no disponía de internet ni lo conocía.
Pero aquí me asaltan las dudas. No echaría en falta internet si no lo conociera –así nos pasa hasta con lo más “necesario”–. Creo incluso que prescindiría de él sin mayor problema si la gente con la que vivo y colaboro tampoco lo tuviera –lo que se podría aplicar a buena parte de las innovaciones que nos hacen la vida más fácil y… más complicada–. Conclusión: necesito internet porque otros lo tienen. ¿Es porque quiero ser más útil a los otros o es porque no quiero quedarme atrás? ¿Es porque quiero que ganen ellos o porque no quiero perder yo? No sé muy bien, o no me atrevo a saber, qué es lo que más me mueve. Las razones más nobles no logran ocultar las motivaciones más turbias: afán de ser más, tener más, hacer más. Son mis sombras y cadenas, las de cualquiera más o menos.
¿Quién me librará de esta condición?, me pregunto como Pablo de Tarso y como todos los “otros” por quienes soy lo que soy, todos los “otros” que también por mí son lo que son, en sus luces y sombras. Somos interser, seres en red, para lo mejor y lo peor. Y así todos en todo y cada vez más. Cada avance de la ciencia y de la tecnología es una maraña de intereses, los más altos y los más bajos. Cada logro se vuelve amenaza de pérdida, cada avance es un retroceso. ¿Cuál será el balance final? Terrible pregunta.
Por ejemplo. Ya es posible fabricar carne a partir de células madre, hasta 20.000 toneladas con una sola célula. Con 150 vacas a todo lujo que nunca serán sacrificadas bastaría para que toda la humanidad consuma cuanta carne le apetezca. Y el foie-gras, el jamón y todas nuestras crueles Delicatessen. Con la carne in vitro se acabó la matanza de animales. Me entusiasma la noticia. Pero ésta no llega sola: decenas y decenas de empresas emergentes se están lanzando ya a la fabricación de carne en una carrera loca. ¿Fabricantes y consumidores no seguiremos volviéndonos cada vez más unos pobres animales vegetarianos de granja, sacrificados en serie por la cadena del capital?
Otro ejemplo de plena actualidad. La farmacéutica Pfizer anunció su vacuna contra la Covid-19, este ínfimo virus que tiene en vilo a la humanidad entera. Suspiramos de alivio. Pero luego nos enteramos de que, al día siguiente del anuncio, el consejero delegado de Pfizer vendió casi todas las acciones que poseía en la empresa y que habían subido como la espuma, embolsándose de golpe millones de euros. La vacuna de Pfizer será segura, creo en los científicos, pero su consejero delegado no me parece fiable, y me temo que pase lo mismo en muchas del centenar largo de compañías que compiten en esta carrera por la vacuna y el lucro, que no pocas de las vacunas dejen de ser seguras a pesar de los científicos, que entre la salud y el dinero gane el dinero. En este mundo regido por la codicia personal y el sistema capitalista, la especulación es peor que la peor pandemia. ¡Malditas bolsas y acciones, mucho más nocivas que la Covid-19 para nuestra salud y bienestar, nuestra felicidad individual y colectiva, que es una!
Y arrecian las preguntas: ¿qué nos pasa a los humanos, presa tan fácil de nuestras emociones e ideas más perturbadas y engañosas? ¿Por qué nos empeñamos tanto en saber, poder, poseer más que los otros, si somos uno en el origen y el destino? ¿Por qué, siendo uno como somos, somos incapaces de disfrutar y gozar con el bien ajeno como con el propio? ¿Por qué este vertiginoso ritmo de progreso que acaba por asfixiarnos, pues cuantas más cosas inventamos para vivir mejor más nos obligamos a correr más rápido y ganar, hasta perder el respiro? ¿Por qué esta absurda competición que funda nuestra civilización desde el principio y que cava nuestra tumba como especie?
No es consecuencia de ningún pecado o caída original. Es porque somos una creación aún incompleta, un fruto inacabado de la evolución de la vida, de la Tierra, del cosmos. A veces pienso que somos un error de la evolución, pero en realidad toda la evolución, como la propia ciencia, es un proceso permanente de ensayo y error. En una subtribu de primates homínidos, hace 2,5 millones de años, nacieron unos individuos con un cerebro más desarrollado, los primeros Homo, y mucho después, hace 300.000 años, nuestra especie Sapiens, con un cerebro más capaz aun de imaginación y de miedos, de colaboración y de guerra, de comunión y de odio, de dicha y de desdicha, de paz y de angustia, de conciencia del Ser y de ofuscación del ego. Lo uno va con lo otro, y así seguimos, sin poder hacer el bien que quisiéramos y haciendo el mal que no queremos. Somos seres en desequilibrio, escindidos, carentes de armonía interior estable. Somos seres inacabados.
¿Qué podemos esperar? Esperar es promover con aliento vital profundo lo mejor que soñamos. Yo sueño que un día demos un nuevo salto como individuos y como especie. Sueño que las ciencias, sin ser manejadas por gerentes, intereses y sistemas inhumanos, identifiquen las neuronas y los genes responsables de nuestra fractura congénita. Sueño que las diversas ciencias, la educación y la política, inspiradas por las tradiciones espirituales, religiosas o no religiosas, encuentren la manera de corregir las graves disfunciones que padecemos y de potenciar las maravillosas capacidades de que estamos dotadas, y lleguemos a ser más humanos, transhumanos o posthumanos.
¿Lograremos convertir el sueño en esperanza, de modo que emerja por fin y tome forma en nosotros el aliento vital que late en lo más profundo de nosotros y de todo cuanto es?
José Arregi, Aizarna, 20 de noviembre de 2020
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