Esta reflexión tiene como punto de partida el tema del
último número de Iglesia Viva, ¿“Todavía el Reino de Dios”?, y quiere ser un
recuerdo de un gran testigo del Reino de Dios: Pedro Casaldáliga.
Desde una
perspectiva lingüística hacer referencia al Reino de Dios parece que está fuera
de lugar, puesto que para todo lo relativo al reino y a la monarquía, sobre
todo en nuestro país, no corren tiempos propicios; pero desde el punto de vista
bíblico tiene su significado y contenido propios, y, creo, que hoy día se puede
aplicar con todo su vigor y amplitud de significado.
Jesús de
Nazaret, siguiendo la tradición veterotestamentaria, emplea el término “Reino
de Dios”, pero, como explicó a Poncio Pilato, su reino no es de este mundo, es
decir, no tiene la estructura de poder como los reinos del mundo, porque,
aunque se trate de un reino, no hay poder, sino amor, siendo Dios el epicentro
del mismo, y la relación de Dios con sus “súbditos” viene marcada por el amor,
la comprensión y la misericordia y éste es el mismo principio que ha regir la
relación de los miembros del reino entre sí. En este reino no impera la ley, la
norma o la autoridad, sino la libertad, el amor, la comprensión y la
misericordia.
La comunidad
humana que configura el Reino de Dios, y era la pretensión fundacional de Jesús
de Nazaret, se integra en torno a unos valores éticos propuestos en las
bienaventuranzas, en la parábola del samaritano, en el llamado “juicio final”,
etc., cuyas coordenadas son el amor y la misericordia. Se trata de una vivencia
tanto personal como comunitaria que se relaciona verticalmente con Dios y con
los demás en su horizontalidad. No hay leyes o normas externas que marquen ce
por be lo que se debe hacer en cada momento, puesto que “el sábado está hecho
para el hombre” y no al revés. Así lo entendió y así lo practicó la Iglesia
primitiva de Jerusalén, cuando, según el relato de los Hechos de los Apóstoles,
permanecían juntos, en comunidad, unidos en la oración y en la fracción del pan
y no había necesitados entre ellos, porque todo lo ponían en común.
Cuando el Reino
de Dios se institucionaliza sin más, se convierte en Iglesia, como dice A.
Loisy: “Jesús predicó el Reino de Dios y vino la Iglesia”. La estructura
institucional es necesaria en todo quehacer organizativo humano, pero no puede
ser el epicentro hasta el punto de desbancar a la vivencia personal y
comunitaria, a la libertad personal y comunitaria, al estar todo controlado por
la norma y la ley. Como advertía el profeta Isaías ( Is 2,1-5) la norma viene
del templo, que es tanto como decir del clero, de la jerarquía. El Reino de
Dios se convierte en Iglesia y ésta en “sociedad perfecta”, en un Estado; una
sociedad política más, controlada por el poder y por la ley, y si es
dictatorial, mejor, abandonando así las exigencias de ese Reino.
No llegó a buen
puerto el intento de san Agustín de Hipona de identificar Iglesia y Reino de
Dios en su De civitate Dei, menoscabando, sobre todo, el concepto de Reino de
Dios, como lo evidencia la Historia de la Iglesia y del Papado a través de los
tiempos; tiempos de cismas, de cruzadas bélicas, de poder político y religioso
(el papa mediante el llamado “poder de las dos espadas”, como ya reconocía a
finales del s. V el papa Gelasio I en su carta al emperador Anastasio, controla
el poder político y el religioso), de anatemas de herejes y de doctrinas (como
ocurría en los Concilios, en el anecdotario del Vaticano II se recoge la
extrañeza de los obispos españoles porque no se proponía ninguna condena de
doctrina y no se declaraba ningún dogma), de Syllabus condenatorios de asuntos
sociales, políticos, religiosos… Es conmovedor, a este respecto, el testimonio
del teólogo francés Y. Congar (la lista de testimonios sería larguísima), que
recoge en sus Diarios, y que soportó tres “exilios” impuestos por el poder
vaticano y por su Orden de dominicos como consecuencia de sus reflexiones
teológicas, al parecer, contrarias a las posiciones “oficiales”: “Acepto a
Dios, su visita… No acepto a la Gestapo… No tengo derecho a sacrificar el
servicio a la verdad”.
Con el
reduccionismo del Reino de Dios a la Iglesia, éste pierde su vitalidad y la
Iglesia se transforma más en Estado, en sociedad política, que en comunidad de
creyentes en el Cristo resucitado. La Iglesia, católica por supuesto, no es el
Reino de Dios; éste es un concepto más amplio y comprensivo, como cuando se
decía que fuera de la Iglesia, católica por supuesto, no hay salvación,
doctrina que corrigió el concilio Vaticano II. Ahora bien, la Iglesia ha de
asemejarse al Reino de Dios, puesto que es factor importante para que Dios
reine en el mundo y para ello ha de asumir los paradigmas de dicho Reino: más
amor y misericordia y menos leyes y normas; más acogida a los pobres, a los
emigrantes y refugiados, a los oprimidos, a los sin techos… y menos riquezas y
propiedades; más disponibilidad de servicio y menos exaltación de poder y
mando, como recomendaba san Bernardo de Claraval a su amigo el papa Eugenio
III: “Te dejas agobiar por toda clase de juicios sobre toda suerte de cosas
exteriores y seculares; sólo te oigo hablar de juicios y leyes; todo ello, y
las pretensiones de riquezas y de prestigio, proviene de Constantino, y no de
Pedro“.
La Iglesia como
motor imprescindible para llevar a cabo el Reino de Dios en la tierra ha de
eliminar otro reduccionismo enormemente dañino y perjudicial para la propia
Iglesia: considerar el Reino de Dios como algo escatológico, situarlo en el más
allá. Los valores éticos y religiosos del Reino de Dios pertenecen a la
historia y no se pueden aplazar al final escatológico. Es una contradicción que
clama al cielo que la Iglesia pretenda transformar la realidad histórica desde
el pietismo, desde la fe sin más: lo único que importa es la relación personal
con Dios sin tener en cuenta la realidad que nos circunda. La fe es don, pero
también es tarea, un quehacer liberador y transformador de la realidad que no
se ajuste a los valores éticos del programa de la Bienaventuranzas. Como
sugiere I. Ellacuría, el Reino de Dios supera la dualidad entre lo personal y
lo estructural, entre ética social y ética individual, pero no es sólo cuestión
de fe, sino también de obras, de praxis configurada por el evangelio de Jesús
de Nazaret.
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