En una ocasión vi un grafiti que decía: «El hombre está solo». La frase no tenía nada de original, pero me llamó la atención. Traté de imaginarme a la persona que lo había escrito. Y me entraron ganas de completar la frase: «El hombre está solo porque no sabe que es hijo de Dios».
Otros, aun conociendo la existencia de Dios, piensan: “Uf,
somos tantos en el mundo… Dios tiene otras cosas de las que ocuparse. No creo
que se vaya a preocupar de mis pequeños problemas. De hecho, todo sucede como
si Dios estuviese en un mundo y yo en otro. Será grande su poder, pero no lo
veo actuar. Lo que veo es que tengo que trabajar, solucionar mis problemas y
aguantar si viene una desgracia”.
A pesar de las apariencias, cada uno puede decir con toda
verdad estas palabras: “Dios se preocupa de mí como si solo yo existiera en el
mundo”.
«Dios solo sabe contar hasta uno», dijo André Frossard. Para
Dios no hay masas. Cada uno de nosotros no es un número anónimo en la infinita
muchedumbre de la humanidad. Cada hombre es un hijo único para Él. Dios no
tiene otra cosa que hacer que pensar, cuidar y amar a cada uno de sus hijos. Es
lo que expresa santa Teresa del Niño Jesús de modo muy sencillo:
«El sol ilumina al mismo tiempo a los cedros y a cada
florecilla, como si estuviera sola en la tierra; nuestro Señor se interesa también
por cada alma en particular, como si no existieran otras iguales».
«Bien sabes –le dice Jesús a Gabrielle Bossis– que cada alma
es para Mí como si fuera la única en la tierra».
Aunque Dios tenga muchos hijos, puede estar pendiente de
cada uno como si fuera el único. Lo más importante para Él eres tú. Y se
preocupa de tus problemas más insignificantes.
¿O es que tiene una inteligencia limitada y un corazón
pequeño?
¿Por qué nos empeñamos en reducir su Sabiduría y su Amor?
Aunque nos contemos por miles de millones los habitantes del
mundo, nadie es olvidado por Dios ni un solo instante.
Y ese pequeño problema que tengo ahora o el gran problema
que puedo tener mañana, es conocido por Dios, y Él sabe muy bien cómo ayudarme.
Podemos considerar como dirigidas a nosotros estas palabras
que le dijo a santa Catalina de Siena:
«Hija, olvídate de ti y piensa en mí, que yo pensaré
continuamente en ti».
O estas otras que escuchó Gabrielle Bossis:
Un Dios con corazón de padre y de madre escrito por Pbro.
Tomás Trigo
DIOS TE QUIERE
Es casi imposible que una madre se olvide de su bebé, pero
podría suceder. El amor de Dios va mucho más allá, es superior al de todas las
madres del mundo.
Han venido desgracias, contratiempos, dificultades. Y
pensamos: «Me ha abandonado el Señor, mi dueño me ha olvidado». Y Dios nos
pregunta, como sorprendido:
«¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no
compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues, aunque ella se olvidara, Yo no te
olvidaré!» (Is 49, 15).
¡Qué confianza deben despertar en nosotros estas palabras
del Señor! Una madre no puede olvidarse del hijo de sus entrañas, de su recién
nacido. «Pues, aunque ella se olvidara…». Es casi imposible que una madre se
olvide de su bebé, pero podría suceder. El amor de Dios va mucho más allá, es
superior al de todas las madres del mundo.
¿Hemos imaginado alguna vez a Dios Padre abrazándonos contra
su corazón con infinita ternura, defendiéndonos del mal con su infinito poder,
mirándonos a los ojos como solo un padre o una madre pueden mirar a su hijo
recién nacido? (Él nos ha dado la imaginación, la creatividad, para que podamos
verlo de algún modo).
¿Puede ese Padre permitir que algún mal dañe a su hijo? ¡No!
Por tanto –nos ha dado la razón para que, con la gracia, podamos pensar como Él
de algún modo–, cuando nos envíe algo que nos parezca un mal, hemos de concluir
que es un bien para nosotros.
«Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los
que aman a Dios», afirma san Pablo (Rm 8, 28).
La sabiduría cristiana popular lo ha expresado de otro modo:
«No hay mal que por bien no venga».
Pero, además, hemos de pensar, porque es verdad, que cuando
nos envía sufrimientos nos está tratando como a las personas a las que más
quiere.
Parece difícil aceptarlo, pero ¿acaso no permitió que
sufriera su Hijo? ¿No permitió también que sufriera la Virgen María? Si
tratásemos de ver las cosas con los ojos de Dios, con los ojos de la fe,
caeríamos en la cuenta de que, cuando permite que suframos, nos demuestra que
nos quiere, porque nos trata como a su Hijo y como a su Madre. Entonces, el
dolor se transformaría siempre en dolor alegre, que es un tipo de dolor
exclusivo de los que creen en el amor de Dios, y que está al alcance de todos.
«Si vienen contradicciones, está seguro de que son una
prueba del amor de Padre, que el Señor te tiene» (S. Josemaría, Forja, n. 815).
Con los ojos de la fe, vemos la verdad de estas palabras de
Cristo a Santa Teresa:
«Considera mi vida toda llena de sufrimientos, persuádete de
que aquel es más amado de mi Padre que recibe mayores cruces; la medida de su
amor es también la medida de las cruces que envía. ¿En qué pudiera demostrar
mejor mi predilección que deseando para vosotros lo que deseé para mí mismo?».
Y no hay que sorprenderse si, ante esta visión que proporciona la fe, algunas personas reaccionan con una sonrisa escéptica que puede significar: “estáis locos”, “sois imbéciles” o “la religión os tiene sorbido el seso”. Lo han dicho de Jesús y de todos los que han querido seguirlo de cerca.
Tomás Trigo.
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